viernes, 13 de septiembre de 2013

Despedida y créditos


Con esta entrada concluimos el Tocho al día: ha terminado su sosegado discurrir veraniego, y pronto reiniciaremos los blogs de cada curso, en el Instituto. Y puesto que deben abrirse otros grifos, ¿cómo cerrar éste, que confío haya sido placentero? En su Antología de cuentos e historias mínimas, Miguel Díez R. concluye la Introducción con las siguientes palabras:

El escritor venezolano José Antonio Marín oyó de boca de su pequeña hija Adriana la historia más corta de la que tenemos noticia seis palabras―, pero que encierra en sí nada menos que todos los cuentos del mundo: «Había una vez un colorín colorado».
  * * * 
Pero el blog no han sido sólo textos. Los autores de las ilustraciones que he utilizado han sido:

18/jun: Norman Rockwell; 30/jun: Adrian Tomine; 01/jul: René Magritte; 02/jul: Carl Larsson; 03/jul: Vilhelm Hammershoi; 04/jul: Falconer; 05/jul: André Juillard; 06/jul: Isabel Guerra; 07/jul: René Magritte; 08/jul: Adrian Tomine; 09/jul: Magnus Enckell; 10/jul: Max Beckmann; 11/jul: René Magritte; 12/jul: Yves Chaland y John Lennon; 13/jul: Lawrence Alma-Tadena y Sir John Tenniel; 14/jul: Imán Maleki; 15/jul: Albert Anker; 16/jul: Jean-Leon Gerôme; 17/jul: Pablo Gallo; 18/jul: Tomine y Saint-Exupéry; 19/jul: Mikhail Nesterov; 20/jul: Edward Hopper; 21/jul: Felix Nussbaum; 22/jul: Ferdinand Hodler; 23/jul: Lecomte du Nouy; 24/jul: Clarke; 25/jul: Benjamín Palencia; 26/jul: Norman Rockwell; 27/jul: N. C. Wyeth; 28/jul: Yves Chaland; 29/jul: Yves Chaland; 30/jul: Paul Cezanne; 31/jul: Joaquín Agrasot; 01/ago: Isabel Guerra; 02/ago: Ted Benoit; 03/ago: Benjamín Palencia; 04/ago: Pablo Gallo; 05/ago: Yves Chaland; 06/ago: Tardi; 07/ago: Hugo Simberg; 08/ago: Juillard; 09/ago: Imán Maleki; 10/ago: Ever Meulen; 11/ago: Joost Swarte y Anónimos; 12/ago: Wilhelm Leibl; 13/ago: Ever Meulen; 14/ago: Ever Meulen; 15/ago: Gustav Adolph Henning; 16/ago: Franz Eybl; 17/ago: Ted Benoit; 18/ago: Pablo Gallo; 19/ago: André Juillard; 20/ago: Edward Hopper; 21/ago: Yuu Kinutani; 22/ago: Antonio López; 23/ago: Ever Meulen; 24/ago: Yves Chaland; 25/ago: Tomine; 26/ago: Felix Nussbaum; 27/ago: Ilya Repin; 28/ago: Isabel Guerra; 29/ago: Auguste Renoir; 30/ago: Edward Hopper; 31/ago: Ferdinand Hodler; 01/sep: Yves Chaland; 02/sep: Ever Meulen; 03/sep: Edouard Manet; 04/sep: George de la Tour; 05/sep: Pablo Gallo; 06/sep: José Gutiérrez Solana; 07/sep: Yves Chaland; 08/sep: Rembrandt; 09/sep: Ted Benoit; 10/sep: Isabel Guerra; 11/sep: Ever Meulen; 12/sep: Joost Swarte; 13/sep: Gustav Adolph Hennig

jueves, 12 de septiembre de 2013

Breve Antología de la Literatura Universal


Faroni es el pseudónimo que utiliza el protagonista de una deliciosa novela de Luis Landero, Juegos de la edad tardía. En su homenaje, un grupo de microescritores de microrrelatos, aficionados, crearon el Círculo Cultural Faroni, al que se atribuye la autoría de éste enciclopédico y mínimo que transcribo.

Canta, oh diosa, no sólo la cólera de Aquiles sino cómo al principio creó Dios los cielos y la tierra y cómo luego, durante más de mil noches, alguien contó la historia abreviada del hombre, y así supimos que a mitad del andar de la vida, uno despertó una mañana convertido en un enorme insecto, otro probó una magdalena y recuperó de golpe el paraíso de la infancia, otro dudó ante la calavera, otro se proclamó melibeo, otro lloró las prendas mal halladas, otro quedó ciego tras las nupcias, otro soñó despierto y otro nació y murió en un lugar de cuyo nombre no me acuerdo. Y canta, diosa, con tu canto general, a la ballena blanca, a la noche oscura, al olmo seco, a la dulce Rita de los Andes, a las ilusiones perdidas y al verde viento y a las sirenas y a mí mismo.

miércoles, 11 de septiembre de 2013

El primero de todos los malos estudiantes


¿Te acuerdas del estudiante pelota sumerio? Lo conocimos durante el curso, cuando estudiamos Historia Antigua. Pues bien, aquí tienes otro texto mesopotámico, de hace más de cuatro mil años, que nos puede resultar curiosamente próximo. Lo he extraído de la obra de Samuel Noah Kramer, La historia empieza en Sumer.
[El padre empieza por interrogar a su hijo:]
¿Adónde has ido?
A ninguna parte.
Si es verdad que no has ido a ninguna parte, ¿por qué te quedas aquí como un golfo sin hacer nada? Anda, vete a la escuela, preséntate al «padre de la escuela», recita tu lección; abre tu mochila, graba tu tablilla y deja que tu «hermano mayor» caligrafíe tu tablilla nueva. Cuando hayas terminado tu tarea y se la hayas enseñado a tu vigilante, vuelve acá, sin rezagarte por la calle. ¿Has entendido bien lo que te he dicho?
Sí. Si quieres te lo repetiré.
Pues ya puedes repetírmelo.
Te lo voy a repetir.
Di
Ya te lo diré.
Pues dilo ya.
Tú me has dicho que fuera a la escuela, que recitase mi lección, que abriese la mochila y que grabase mi tablilla mientras mi «hermano mayor» me grababa otra. Que cuando hubiese terminado mi tarea volviese para acá después de haberme presentado al vigilante. He aquí lo que tú me has dicho.
Sé hombre, caramba. No pierdas el tiempo en el jardín público ni vagabundees por las calles. Cuando vayas por la calle no mires a tu alrededor. Sé sumiso y da muestras a tu profesor de que le temes. Si le das muestras de estar aterrorizado estará contento de ti. [Siguen unas 15 líneas destruidas.] ¿Crees que llegarás al éxito, tú que te arrastras por los jardines públicos? Piensa en las generaciones de antaño, frecuenta la escuela y sacarás un gran provecho. Piensa en las generaciones de antaño, hijo mío, infórmate de ellas. […] He interrogado a mis parientes y amigos, he comparado los individuos, pero no he hallado a ninguno que sea como tú. Lo que voy a decirte transforma al loco en sabio, paraliza la serpiente a modo de hechizo y te evitará que des fe a las palabras falsas.
»Puesto que mi corazón ha quedado henchido de lasitud por culpa tuya, yo me he apartado de ti y no me he precavido contra tus temores y tus murmuraciones. A causa de tus clamores, sí, a causa de tus clamores, he montado en cólera contra ti, sí, he montado en cólera contra ti. Como tú no quieres poner a prueba tus cualidades de hombre, mi corazón ha sido transportado como por un viento furioso. Tus recriminaciones me han dejado acabado; tú me has conducido al umbral de la muerte. En mi vida no te he ordenado que llevaras cañas al juncal. En toda tu vida no has tocado siquiera las brazadas de juncos que los adolescentes y los niños transportan. Jamás te he dicho: «Sigue mis caravanas.» Nunca te he hecho trabajar ni arar mi campo. Nunca te he constreñido a realizar trabajos manuales. Jamás te he dicho: «Ve a trabajar para mantenerme.» Otros muchachos como tú mantienen a sus padres con su trabajo. Si tú hablases a tus camaradas y les hicieses caso, les imitarías. Ellos rinden 10 gur de cebada cada uno; hasta los pequeños proporcionan 10 gur cada uno a su padre. Multiplican la cebada para su padre, le abastecen de cebada, de aceite y de lana. No obstante, tú sólo eres un hombre cuando quieres llevar la contra, pero comparado con ellos no tienes nada de hombre. Evidentemente, tú no trabajas como ellos...; ellos son hijos de padres que hacen trabajar a sus hijos, pero yo... no te hice trabajar como ellos.
»Obstinado contra quien estoy encolerizado... ¿qué hombre hay que pueda estar encolerizado contra su propio hijo?... He hablado con mis parientes y amigos y he descubierto algo que hasta ahora no había notado. Que las palabras que voy a pronunciar despierten tu temor y tu vigilancia. De tu condiscípulo, de tu compañero de trabajo... tú no haces el menor caso; ¿por qué no lo tomas como ejemplo? Toma ejemplo de tu hermano mayor. De todos los oficios humanos que existen en la tierra y cuyos nombres ha nombrado Enlil, no hay ninguna profesión más difícil que el arte del escriba. Ya que si no existiese la canción (la poesía)..., parecida a la orilla del mar, a la orilla de los lejanos canales, corazón de la canción lejana... tú no prestarías oídos a mis consejos y yo no te repetiría la sabiduría de mi padre. Conforme a las prescripciones de Enlil el hijo debe suceder a su padre en su oficio. Y yo, noche y día, me estoy torturando a causa de ti. Noche y día tú derrochas el tiempo en placeres. Tú has amontonado grandes riquezas, te has extendido lejos, te has vuelto gordo, grande, ancho, poderoso y orgulloso. Pero los tuyos esperan a que la adversidad te coja por su cuenta y entonces se alegrarán porque tú te olvidas de cultivar las cualidades humanas...

martes, 10 de septiembre de 2013

De misterio


Hace un par de meses comenzamos este tocho veraniego con un poema amoroso del antiguo Egipto. He aquí otro poema, en este caso contemporáneo, de la misma temática. Es de Miguel D'Ors, en su Curso Superior de Ignorancia (1987).

¿Quién soy?
Este intervalo de misterio
entre la rosa ardiente que corto para ti
y la rosa sombría que mi mano te tiende.

lunes, 9 de septiembre de 2013

El expreso


Otro microrrelato de Pere Calders. Una compleja historia sintetizada en el mínimo necesario. No falta nada. Y todo lo demás debemos incorporarlo nosotros.

Nadie quería decirle a qué hora pasaría el tren. Le veían tan cargado de maletas que les daba pena explicarle que allí no había habido nunca ni vías ni estación.

domingo, 8 de septiembre de 2013

La pagoda de Babel



G.K. Chesterton, en El hombre que sabía demasiado.

Ese cuento del agujero en el suelo, que baja quién sabe hasta dónde, siempre me ha fascinado. Ahora es una leyenda musulmana; pero no me asombraría que fuera anterior a Mahoma. Trata del sultán Aladino; no el de la lámpara, por supuesto, pero también relacionado con genios o con gigantes. Dicen que ordenó a los gigantes que le erigieran una especie de pagoda, que subiera y subiera hasta sobrepasar las estrellas. Algo como la Torre de Babel. Pero los arquitectos de la Torre de Babel eran gente doméstica y modesta, como ratones, comparada con Aladino. Sólo querían una torre que llegara al cielo. Aladino quería una torre que rebasara el cielo, y se elevara encima y siguiera elevándose para siempre. Y Dios la fulminó, y la hundió en la tierra abriendo interminablemente un agujero, hasta que hizo un pozo sin fondo, como era la torre sin techo. Y por esa invertida torre de oscuridad, el alma de! soberbio Sultán se desmorona para siempre.

sábado, 7 de septiembre de 2013

Una víctima de ciento siete enfermedades graves

Jerome K. Jerome, Tres hombres en una barca

Es fantástico, pero jamás he podido leer el prospecto de un medicamento sin llegar a la conclusión de que sufro la enfermedad allí descrita bajo su forma más virulenta. El diagnóstico siempre corresponde a las sensaciones que en algún momento he experimentado.
En cierta ocasión fui a la biblioteca del British Museum para enterarme del tratamiento a seguir con respecto a cierta indisposición que me causaba ligeras molestias. Cogí el Diccionario de Medicina, enterándome de cuanto me interesaba, y luego, irreflexivamente, hojeé varias páginas y me puse a estudiar indolentemente las enfermedades en general.
No recuerdo cual fue la primera dolencia con que tropecé, sólo sé que era una terrible y devastadora epidemia, y antes de haber terminado con sus síntomas llegó a mi mente la terrible certeza de que los tenía todos. Durante unos minutos me quedé helado por el estupor, y llevado por la desesperación volví a hojear el Diccionario. Llegué hasta la fiebre tifoidea, leí sus características, descubriendo que estaba con fiebre tifoidea; la padecía desde hace meses. Me pregunté qué otra cosa más podía padecer y abrí el capítulo dedicado al baile de San Vito, y, tal como esperaba, también sufría de esas tremendas convulsiones. Entonces mi caso, que ya bordeaba los límites de lo patológico, comenzó a interesarme, y, decidido a llegar hasta el final, recorrí el volumen por orden alfabético. Lo primero que encontré fue la acidosis, enterándome de que estaba en los principios de la enfermedad, cuyo periodo de más agudo tendría lugar dentro de unos quince días; con enorme alivio supe que padecía la enfermedad de Bright en su forma más moderada y que, por lo tanto, aún me quedaban algunos años de vida. Tenía el cólera, con gravísimas complicaciones, y por lo que se refería a la difteria se podría decir que nací con ella.
Concienzudamente repasé las veintiséis letras del alfabeto, y la única enfermedad que, según el Diccionario, no padecía, era la “rodilla de fregona”. Debo confesar que en un primer momento esto me molestó, me hizo el efecto de una especie de menosprecio, ¿por qué motivo no sufría esa enfermedad? ¿a santo de qué esta odiosa salvedad? Sin embargo, al cabo de unos minutos, sentimientos menos egoístas brotaron de mi corazón, y reflexioné sobre mi caso: padecía absolutamente todas las enfermedades conocidas menos una. ¿Acaso esto podía tacharse de menosprecio? Sí, honradamente podía prescindir de la “rodilla de fregona”. La gota en su fase más aguda habíase apoderado de mis articulaciones, sin haberme enterado de ello y, por lo visto padecía de zoonosis desde mi más tierna infancia, y como no aparecían más enfermedades después de la zoonosis, me convencí de que ya no padecía de ninguna otra.
Entonces me sumí en ondas reflexiones. ¡Qué excelente adquisición iba a resultar para la Academia de Medicina! No sería necesario que los estudiantes acudieran a los hospitales. Teniéndome a mí, ¡un compendio de todos los males!, se ahorraban perder tiempo en visitas y conferencias; sólo haría falta que me estudiasen detenidamente, y luego podrían doctorarse con todos los honores.
Me pregunté cuánto tiempo me quedaba de vida, intenté examinarme y me tomé el pulso; en un primer momento no lo encontré; luego, bruscamente, se disparó, saqué el reloj para cronometrar sus pulsaciones y obtuve como resultado la bonita cifra de 147 por minuto. Después quise auscultarme el corazón; no pude oír el más mínimo latido, ¡no estaba en su sitio! (Claro está que, a pesar de todo, mi víscera cardíaca nunca debe haber salido de mi pecho; mas en aquellos instantes no podía asegurarlo, y su posible paradero me preocupó bastante). Me propiné una serie de palmadas en la parte delantera de mi “edificio”, desde lo que llamo cintura hasta la cabeza, dando la vuelta hacia cada costado y la espalda, pero no oí ni sentí nada. Quise mirarme el estado de mi lengua, la saqué cuanto pude, cerrando un ojo e intentando examinarla con el otro: sólo conseguí divisar la punta –¡y esto a riego de quedarme bizco!– cuyo extraño color me llevó al firme convencimiento de que tenía escarlatina.
Había entrado en la biblioteca lleno de vigor, contento, optimista, pero a la salida estaba convertido en una ruina ambulante, con un pie en la tumba. Sin perder tiempo me dirigí a casa de mi médico, un viejo amigo que cuando creo estar enfermo me toma el pulso, me hace sacar la lengua y se pone a hablar sobre el tiempo. Por mi mente cruzaban agridulces pensamientos –las perspectivas de un viaje al más allá no suelen ser muy alegres– que iban ensombreciendo mi espíritu; el único rayo luminoso en esa profunda oscuridad era pensar en el favor que iba a hacer a mi amigo. Lo que un médico necesita –me dije a mí mismo– es mucha práctica, y teniéndome a mí... ¡ni que atendiese a mil setecientos cincuenta pacientes con sólo una o dos enfermedades!
Al llegar a su casa apenas tenia alientos para subir las escaleras; oprimí el timbre con las escasa fuerzas que me quedaban, y, casi arrastrándome, pude llegar hasta su despacho.
Bien, muchacho –exclamó alegremente mi amigo–. ¿Qué es lo que te trae por aquí?
No pienso hacerte perder tiempo, chico –respondí con trémolos en la voz–, diciéndote lo que me ocurre... La vida es muy corta y podrías morir antes de que terminara de hablar... Sin embargo, voy a decirte lo que no me pasa: ¡no padezco de la “rodilla de fregona”!... No puedo decirte a qué se debe esta anomalía; no obstante es evidente que no sufro esa dolencia. En cambio... en cambio: ¡estoy atacado de todas las enfermedades! –Y le expliqué seguidamente como había llegado a tan lamentable descubrimiento.
Me hizo desvestir, me tomó el pulso golpeándome el pecho cuando menos lo esperaba –a esto le llamo una perfecta cobardía–, después restregó su cabezota contra mi espalda. En cuanto hubo terminado estas operaciones se sentó a escribir una receta, que me entregó doblada. La guardé en el bolsillo y me marché; no sentí curiosidad de abrirla; me limité a llevarla a la farmacia más próxima donde el farmacéutico la leyó, devolviéndomela inmediatamente.
¿No es usted farmacéutico? –pregunté molesto.
Si, lo soy –repuso gravemente–. Si tuviese una tienda de ultramarinos y una pensión familiar podría servirle; mas siendo sólo licenciado en farmacia, no veo la manera de atenderle.
Sus palabras me intrigaron sumamente, y desdoblé la receta. A mi amigo no se le había ocurrido más que esto:
Una libra de bistec con un jarro de cerveza cada seis horas.
Un paseo de diez millas cada mañana.
Acostarse a la once de la noche
Y no llenarse la cabeza con cosas que no se entienden”.
Me apresuré a seguir los consejos de mi médico con el feliz resultado –desde luego hablo por mí particularmente– de que salvé mi vida y aún estoy bueno y sano.