miércoles, 31 de julio de 2013

El dedo


Feng Menglong vivió entre los siglos XVI y XVII. Escribió obras de teatro, novelas, y sobre todo tres colecciones de cuentos breves que se hicieron muy populares. Se titulaban Cuentos para educar a la gente, Cuentos para advertir a la gente, y Cuentos para alertar a la gente. Un divertido ejemplo es el siguiente:

Un hombre pobre se encontró en su camino a un antiguo amigo. Éste tenía un poder sobrenatural que le permitía hacer milagros. Como el hombre pobre se quejara de las dificultades de su vida, su amigo tocó con el dedo un ladrillo que de inmediato se convirtió en oro. Se lo ofreció al pobre, pero éste se lamentó de que eso era muy poco. El amigo tocó un león de piedra que se convirtió en un león de oro macizo y lo agregó al ladrillo de oro. El amigo insistió en que ambos regalos eran poca cosa.
¿Qué más deseas, pues? —le preguntó sorprendido el hacedor de prodigios.
¡Quisiera tu dedo! —contestó el otro.

martes, 30 de julio de 2013

La justicia de Almudévar


Braulio Foz publicó en 1844 su célebre Vida de Pedro Saputo, inspirada en este personaje tradicional, caracterizado por sus salidas y ocurrencias (Saputo significa “el sabio”). Aunque es una obra original, Foz intercaló pequeñas historietas populares, utilizando parcialmente el habla del Somontano de Huesca. En cuanto a tremendismo, el relato que se lleva la palma es el siguiente:

El herrero un día se enfureció contra su mujer porque le llevó el almuerzo frío; y tomando un hierro que estaba caldeando en la fragua se lo metió por la boca y la garganta, expirando la infeliz en brevísimo rato. Era el herrero hombre muy estrafalario, bozal, nunca seguro y de muy malas chanzas, porque es de advertir que todo lo hacía riendo. La pobre mujer pasaba mucho trabajo con él porque sin más causa ni motivo que antojársele darle palos, le daba; mesarle los cabellos, se los mesaba; hacerla dormir en el suelo desnuda y sin ropa en invierno, la hacía dormir o acostarse así por lo menos; ofrecerle como por cariño un bocado con la cuchara, se lo ofrecía y al tiempo que abría la boca se lo tiraba a la cara o en el seno. Otras veces cogía un cuchillo, y haciéndola echar y poniéndole el pie en el cuello jugaba a degollar el carnero o el cochino, o concluía levantando el brazo diciendo: quién como Dios. Otras la ataba los brazos al cuerpo y luego las piernas en uno, y la hacía rodar por el cuarto y tal vez por la escalera. Pero esta burla que quiso hacer con el hierro de la fragua superó a todas, pues dejó a la pobre mujer sin vida en menos de cuatro minutos.
Prendiéronle inmediatamente, y puesto en la cárcel con muchas cadenas al cuello y cepos a los pies, le juzgaron aquel mismo día y le condenaron a muerte; cuya sentencia iban a ejecutar otro día. Ya estaba la horca levantada y todo el pueblo en la plaza aguardando la ejecución; ya le sacaban y llevaban al patíbulo, cuando subiendo uno del pueblo a caballo encima de los hombros de otro dijo:
¿Qué is a fer, hijos de Almudévar? ¿Con que enforcaréis a o ferrero que sólo tenemos uno? Y ¿qué faremos después sin ferrero? ¿Quién nos luciará as rellas? ¿Quién ferrará as nuestras mulas? Mirad lo que m'ocurre. En vez de enforcar a o ferrero que nos fará después muita falta, porque ye solo, enforquemos un teisidor que en tenemos siete en o lugar e por uno menos o más no hemos d'ir sin camisa.
¡Tiene razón!, ¡tiene razón! ―gritaron todos―; ¡enforcar un teisidor!, ¡un teisidor!... ¡un teisidor!...
Y sin más que esta voz y grito cogen al primero de ellos que toparon por allí, le llevan a la horca, le suben y le ahorcan, y ponen en libertad al herrero.

lunes, 29 de julio de 2013

Cómo descubrí al superhombre


Gilbert Keith Chesterton escribió una serie de novelas, cuentos y artículos en las que (igual o diferentemente que Kafka, Joyce, Thomas Mann, Proust, Hermann Hesse...) anuncia-analiza-critica-previene de lo que va a ser el siglo XX. Dos novelas suyas imprescindibles: El hombre que fue jueves, y La esfera y la cruz. Pero ante todo fue periodista, aunque muchos de sus artículos de opinión se convierten, como el ejemplo que les traigo, en breves cuentos verdaderamente redondos.

A los lectores de Bernard Shaw y de otros escritores modernos les interesará la noticia del descubrimiento del Superhombre. Yo lo descubrí: vive en South-Croydon. Mi hallazgo será un severo desengaño para Mr. Shaw, que ha seguido una pista falsa y anda buscándolo por Blackpool; y en cuanto a la esperanza de Mr. Wells de producirlo a base de cuerpos gaseosos, en un laboratorio particular, siempre la creí predestinada al fracaso. Afirmo que el Superhombre de Croydon nació de una manera normal, aunque, por supuesto, él no tiene nada de normal.
Sus padres no son indignos del ser prodigioso que han dado al mundo. El nombre de Lady Hypatia Smythe-Browne (ahora Lady Hypatia Hagg) nunca será olvidado en los barrios pobres, tan atendidos por su benéfico celo. Su constante grito de Salvad a los niños fustigaba la negligencia cruel de quienes permiten al niño la posesión de juguetes de color vivo, pernicioso para la vista. Alegaba estadísticas irrefutables que demostraban que los niños a quienes no les vedan el espectáculo del violeta y del bermellón propenden muchas veces a la miopía en la extrema vejez; y a su cruzada infatigable se debe que el azote de las canicas casi fuera barrido de las casas de alquiler. La abnegada señora recorría las calles de sol a sol quitando los juguetes a los niños pobres, bondad que les llenaba los ojos de lágrimas. Su obra fue interrumpida, en parte por su nuevo interés en la religión de Zoroastro, en parte por un paraguazo feroz. Se lo infirió una disoluta verdulera irlandesa, que, al regresar de alguna orgía, se encontró en su dormitorio insalubre con Lady Hypatia descolgando una lámina vulgar, cuya influencia, para no decir otra cosa, no podía ser edificante. La celta, analfabeta y alcoholizada, no sólo agredió a su bienhechora, sino que le acusó de robo. La mente exquisitamente equilibrada de Lady Hypatia, padeció un eclipse transitorio, durante el cual contrajo enlace con el doctor Hagg.
Hablar del doctor Hagg es innecesario. Quienes tengan la más leve noticia de esos atrevidos experimentos de Eugenesia Neo-Individualista, que constituyen la preocupación esencial de la democracia británica, sin duda conocen su nombre y lo han encomendado más de una vez a la protección personal de una Entidad impersonal. Desde muy joven aplicó a la historia de la religión su vasta y sólida cultura de ingeniero electrónico. Poco después era uno de nuestros geólogos más ilustres, y logró esa clara visión del porvenir del socialismo, que es patrimonio de los geólogos. Al principio pareció advertirse una grieta, fina pero visible, entre sus opiniones y las de su aristocrática esposa. Ella era partidaria (para decirlo con su poderoso epigrama) de proteger a los pobres contra sí mismos; él sostenía, con una nueva y vigorosa metáfora, que en la lucha por la vida el triunfo debía adjudicarse a los triunfadores. Los dos, sin embargo, acabaron por percibir que sus respectivas opiniones eran inequívocamente modernas y en este luminoso adjetivo sus almas encontraron la paz. El resultado es que la unión de los dos tipos más altos de nuestra cultura, la gran dama y el hombre de ciencia autodidacto, fue bendecida por el nacimiento del Superhombre, del ser que aguardan día y noche todos los obreros de Battersea.
Encontré, sin mayor dificultad, la casa del doctor Hagg: está ubicada en una de las últimas calles de Croydon y la domina una fila de álamos. Llegué a la hora del crepúsculo y es comprensible que me pareciera advertir algo oscuro y monstruoso en la indefinida mole de aquella casa que hospedaba a un ser más prodigioso que todos los seres humanos. Fui recibido con exquisita cortesía por Lady Hypatia y su esposo, pero no vi en seguida al Superhombre, que ya ha cumplido los quince años y vive solo en una pieza apartada. Mi diálogo con los padres no aclaró del todo la naturaleza de esa misteriosa criatura. Lady Hypatia, que tiene un rostro pálido y ansioso, ostentaba esos grises y medias tintas con los que ha dado alegría a tantos hogares pobres en Hoxton. No habla del fruto de su vientre con la vanidad vulgar de una madre humana. Tomé una decisión audaz y pregunté si el Superhombre era hermoso.
—Crea su propio canon, como usted sabe —respondió con un leve suspiro—. En ese plano es más bello que Apolo. Desde nuestro plano inferior, por supuesto... —y volvió a suspirar.
Tuve un horrible impulso y dije de golpe:
—¿Tiene pelo?
Hubo un silencio largo y penoso. El doctor Hagg dijo con suavidad:
—Todo en ese plano es distinto: lo que tiene... no es lo que nosotros llamaríamos pelo, aunque...
—¿No te parece —murmuró su mujer—, no te parece que, para evitar discusiones, conviene llamarlo pelo, cuando uno se dirige al gran público?
—Quizá tengas razón —dijo el doctor, después de un instante—. Tratándose de pelo como ése hay que hablar en parábolas.
—Bueno, ¿qué diablos es —pregunté con alguna irritación— si no es pelo? ¿Son plumas?
—No plumas, según nuestro concepto de plumas —contestó Hagg con una voz terrible.
Me levanté, impaciente.
—Sea como fuere, ¿puedo verlo? —pregunté—. Soy periodista y sólo me traen aquí la curiosidad y la vanidad personal. Me gustaría decir que he estrechado la mano del Superhombre.
Marido y mujer también estaban de pie, muy incómodos.
—Bueno, usted comprenderá —dijo Lady Hypatia con su encantadora sonrisa de gran dama—. Usted comprenderá que hablar de manos... su estructura es tan diferente...
Olvidé todas las normas sociales. Arremetí contra la puerta del aposento que encerraba sin duda a la criatura increíble. Entré: la pieza estaba a oscuras. Oí un triste y débil gemido; a mi espalda retumbó un doble grito:
—¡Qué imprudencia! —exclamó el doctor Hagg, llevándose las manos a la cabeza—. Lo ha expuesto a una corriente de aire. ¡El Superhombre ha muerto!
Esa noche, al salir de Croydon, vi hombres enlutados cargando un féretro que no tenía forma humana. El viento se quejaba sobre nosotros, agitando los álamos, que se inclinaban y oscilaban como penachos de algún funeral cósmico.

domingo, 28 de julio de 2013

Los dos reyes y los dos laberintos


Hace mucho que no acudimos al gran Borges. Un personaje secundario de uno de los cuentos de El Aleph narra el siguiente relato:

Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros días hubo un rey de las islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les mandó a construir un laberinto tan perplejo y sutil que los varones más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban se perdían. Esa obra era un escándalo, porque la confusión y la maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres.
Con el andar del tiempo vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para hacer burla de la simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó afrentado y confundido hasta la declinación de la tarde. Entonces imploró socorro divino y dio con la puerta. Sus labios no profirieron queja ninguna, pero le dijo al rey de Babilonia que él en Arabia tenía otro laberinto y que, si Dios era servido, se lo daría a conocer algún día. Luego regresó a Arabia, juntó sus capitanes y sus alcaides y estragó los reinos de Babilonia con tan venturosa fortuna que derribo sus castillos, rompió sus gentes e hizo cautivo al mismo rey. Lo amarró encima de un camello veloz y lo llevó al desierto. Cabalgaron tres días, y le dijo:
¡Oh, rey del tiempo y substancia y cifra del siglo!, en Babilonia me quisiste perder en un laberinto de bronce con muchas escaleras, puertas y muros; ahora el Poderoso ha tenido a bien que te muestre el mío, donde no hay escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que veden el paso.
Luego le desató las ligaduras y lo abandonó en la mitad del desierto, donde murió de hambre y de sed. La gloria sea con aquel que no muere.

sábado, 27 de julio de 2013

El espejo chino



Algunas historias resultan ocurrentes, y despiertan el interés de sus oyentes. Éstos, a su vez, la transmiten a otros, y al mismo tiempo la van modificando. Es lo que ocurre con este cuento; ignoro quién fue su autor, y por tanto la clasificaremos como Anónimo.

Un campesino chino se fue a la ciudad para vender la cosecha de arroz y su mujer le pidió que no se olvidase de traerle un peine.
Después de vender su arroz en la ciudad, el campesino se reunió con unos compañeros, y bebieron y lo celebraron largamente. Después, un poco confuso, en el momento de regresar, se acordó de que su mujer le había pedido algo, pero ¿qué era? No lo podía recordar. Entonces compró en una tienda para mujeres lo primero que le llamó la atención: un espejo. Y regresó al pueblo.
Entregó el regalo a su mujer y se marchó a trabajar sus campos. La mujer se miró en el espejo y comenzó a llorar desconsoladamente. La madre le preguntó la razón de aquellas lágrimas.
La mujer le dio el espejo y le dijo:
Mi marido ha traído a otra mujer, joven y hermosa.
La madre cogió el espejo, lo miró y le dijo a su hija:
No tienes de qué preocuparte, es una vieja.

viernes, 26 de julio de 2013

Literatura


Julio Torri fue un destacado escritor mexicano del que he leído un puñado de cuentos; algunos de ellos son tan sugerentes como éste:

El novelista, en mangas de camisa, metió en la máquina de escribir una hoja de papel, la numeró, y se dispuso a relatar un abordaje de piratas. No conocía el mar y sin embargo iba a pintar los mares del sur, turbulentos y misteriosos; no había tratado en su vida más que a empleados sin prestigio romántico y a vecinos pacíficos y oscuros, pero tenía que decir ahora cómo son los piratas; oía gorjear a los jilgueros de su mujer, y poblaba en esos instantes de albatros y grandes aves marinas los cielos sombríos y empavorecedores.
La lucha que sostenía con editores rapaces y con un público indiferente se le antojó el abordaje; la miseria que amenazaba su hogar, el mar bravío. Y al describir las olas en que se mecían cadáveres y mástiles rotos, el mísero escritor pensó en su vida sin triunfo, gobernada por fuerzas sordas y fatales, y a pesar de todo fascinante, mágica, sobrenatural.

jueves, 25 de julio de 2013

El tema de España


Hoy, si no me equivoco, es el día de Santiago, el considerado patrón de estos reinos desde la Edad Media. Es un buen momento para volver a un conocido nuestro, Miguel D'Ors, que en su obra Curso Superior de Ignorancia toca este “tema”. Aunque es un libro de 1987 me parece plenamente actual (y posiblemente resultaría igual de válido si sustituimos el término geográfico por cualquier otra alternativa...)

Y cuando ya por fin me he decidido
a apretar el gatillo
y soltarle a la Patria en pleno rostrum
esa opinión que llevo entre los dientes,
como un muelle contraído, desde los reyes godos;
cuando lo de esta vez ya es demasiado
y ya me encuentro en el apunten, fue...
llega de pronto el vino del Ribeiro
o los esparraguicos de Tudela,
o llega, qué sé yo, las hayas de Tacheras,
un olor sevillano,
unas cuantas montañas, Las Meninas,
palabras de Cervantes, Machado, Garcilaso,
«un no sé qué que quedan balbuciendo»,
y el grito retrocede silenciosamente,
rabo entre piernas,
y en el fondo de mí la sangre se avergüenza
de haberle sido infiel a tanta España...
hasta que se presenta
la «canción española» con su olor a sobaco,
Goya con la familia de cacacarlos IV,
Pamplona venerando a San Fermín obispo
con cogorza coral
y coitos interruptos en todos los idiomas
veneración venérea—,
nuestra invencible selección de fútbol
que una vez más regresa triunfalmente
zurrada 4 a 0, nuestros retretes públicos
(quizá nuestro más típico género literario),
nuestros transportes públicos,
nuestras mujeres ídem, tan prolíficas,
o viene miguel d’ors, sin ir más lejos,
mi alter ego manchego,
y entonces enrojezco como el Etna, ya basta,
ni hablar de seguir siendo parte de este sainete,
hasta aquí hemos llegado, se acabó
(regrese, por favor, al primer verso)

miércoles, 24 de julio de 2013

El lobo


Petronio fue un importante personaje del mundo romano del siglo I de nuestra era. Ocupó importantes cargos y fue conocido como «el árbitro de la elegancia». Tuvo la mala suerte de coincidir en el tiempo con el emperador Nerón, lo que le deparó un final atroz. Escribió el libro titulado Satiricón, que se conserva fragmentariamente. Uno de los episodios más conocidos (y divertido) es el que narra con todo lujo de detalles un gran banquete que organiza Trimalción, un nuevo rico. Al capítulo LXII corresponde esta breve historia:



Logré que uno de mis compañeros de hostería –un soldado más valiente que Plutón– me acompañara. Al primer canto del gallo, emprendimos la marcha; brillaba la luna como el sol a mediodía. Llegamos a unas tumbas. Mi hombre se para; empieza a conjurar astros; yo me siento y me pongo a contar las columnas y a canturrear. Al rato me vuelvo hacia mi compañero y lo veo desnudarse y dejar la ropa al borde del camino. De miedo se me abrieron las carnes; me quedé como muerto: Lo vi orinar alrededor de su ropa y convertirse en lobo.

Lobo, rompió a dar maullidos y huyó al bosque.

Fui a recoger su ropa y vi que se había transformado en piedra.

Desenvainé la espada y temblando llegué a casa. Melisa se extrañó de verme llegar a tales horas.

Si hubieras llegado un poco antes –me dijo– hubieras podido ayudarnos: Un lobo ha penetrado en el redil y ha matado las ovejas; fue una verdadera carnicería; logró escapar, pero uno de los esclavos le atravesó el pescuezo con la lanza.

Al día siguiente volví por el camino de las tumbas. En lugar de la ropa petrificada había una mancha de sangre.

Entré en la hostería; el soldado estaba tendido en un lecho. Sangraba como un buey; un médico estaba curándole el cuello.

martes, 23 de julio de 2013

El medio amigo


Hace más de novecientos años nació en la todavía musulmana Huesca un niño al que llamaron Moisés. Era judío, y pronto alcanzó fama como médico y sabio. Convertido al cristianismo, cambió su nombre por Pedro Alfonso, siendo su padrino el propio rey de Aragón. Viajó, trabajó y enseñó por Francia e Inglaterra. Dejó muchas obras, pero la que se hizo más popular fue Disciplina clericalis, una colección de cuentos de la que entresacamos éste:

Un árabe, sobre su lecho de muerte llama a su hijo y le dice:
Dime hijo mío, ¿cuántos amigos te has hecho en esta vida?
El hijo le respondió diciendo:
Creo que he hecho unos cien.
Su padre le dijo:
El Filósofo dice: ¡No alabes a un amigo antes de haberlo puesto a prueba! Mira, yo he nacido antes que tú y me he hecho apenas la mitad de un amigo. ¿Cómo es que tu te has hecho ya cien? Ve y ponlos a prueba a fin de saber si entre todos ellos habrá uno que sea realmente un amigo perfecto.
Y el hijo le dijo:
¿Cómo deberé ponerlos a prueba?
El padre le dijo:
Pon en una bolsa un ternero cortado en trozos, de manera que la bolsa se vea bañada en sangre. Cuando llegues a la casa de un amigo dile: «Amigo mío, por accidente he matado a un hombre. Te ruego, entiérralo en algún lugar escondido; nadie sospechará de ti y así me podrás salvar.»
El hijo hizo como el padre le había ordenado. El primer amigo que encontró le dijo:
¡Llévate contigo ese muerto sobre tu espalda! Ya que has hecho mal, sufre las consecuencias! No entrarás en mi casa!
Hizo lo mismo con varios amigos y todos le respondieron de la misma manera.
Llegando de nuevo a su padre le contó lo que había hecho y lo que le había pasado. El padre le dijo:
Te ocurre lo que dijo el filósofo: los amigos son muchos cuando uno los cuenta, son raros cuando uno está necesitado. Ve a encontrar el medio amigo que yo tengo y fíjate lo que te dice.
Fue y mostrandole la bolsa le dijo lo mismo que le había dicho a los demás. El medio amigo le dijo:
Entra en la casa, no es éste un secreto que los vecinos deben propagar.
Entonces hizo salir a su mujer con toda su familia y cavó una tumba. Cuando vio el hijo que todo estaba terminado, le contó toda la historia y le agradeció. Luego volvió a su padre y le contó lo que había pasado. Entonces le dijo el padre:
Es a propósito de un amigo de este género que el filósofo ha dicho: «El verdadero amigo es aquel que te ayuda cuando todo el mundo te abandona.»

lunes, 22 de julio de 2013

El dragón


El norteamericano Ray Bradbury fue un prolífico escritor fantástico y popular. En Farenheit 451 crea un mundo futuro atroz: los libros están prohibidos, y los bomberos se ocupan de quemar aquellos que se encuentran. En Crónicas marcianas imagina la conquista humana de Marte: es una muestra perfecta de ciencia ficción poética. El relato que reproducimos corresponde a su obra Remedio para melancólicos.

La noche soplaba en el pasto escaso del páramo. No había ningún otro movimiento. Desde hacía años, en el casco del cielo, inmenso y tenebroso, no volaba ningún pájaro. Tiempo atrás, se habían desmoronado algunos pedruscos convirtiéndose en polvo. Ahora, sólo la noche temblaba en el alma de los dos hombres, encorvados en el desierto, junto a la hoguera solitaria; la oscuridad les latía calladamente en las venas, les golpeaba silenciosamente en las muñecas y en las sienes.
Las luces del fuego subían y bajaban por los rostros despavoridos y se volcaban en los ojos como jirones anaranjados. Cada uno de los hombres espiaba la respiración débil y fría y los parpadeos de lagarto del otro. Al fin, uno de ellos atizó el fuego con la espada.
¡No, idiota, nos delatarás!
¡Qué importa! ‒dijo el otro hombre‒. El dragón puede olernos a kilómetros de distancia. Dios, hace frío. Quisiera estar en el castillo.
Es la muerte, no el sueño, lo que buscamos...
¿Por qué? ¿Por qué? ¡El dragón nunca entra en el pueblo!
¡Cállate, tonto! Devora a los hombres que viajan solos desde nuestro pueblo al pueblo vecino.
¡Que los devore y que nos deje llegar a casa!
¡Espera, escucha!
Los dos hombres se quedaron quietos.
Aguardaron largo tiempo, pero sólo sintieron el temblor nervioso de la piel de los caballos, como tamboriles de terciopelo negro que repicaban en las argollas de plata de los estribos, suavemente, suavemente.
Ah... ‒El segundo hombre suspiró‒. Qué tierra de pesadillas. Todo sucede aquí. Alguien apaga el sol; es de noche. Y entonces, y entonces, ¡oh, Dios, escucha! Este dragón dicen que tiene ojos de fuego, y un aliento de gas blanquecino; se lo ve arder a través de los páramos oscuros. Corre echando rayos y azufre, quemando el pasto. Las ovejas, aterradas, enloquecen y mueren. Las mujeres dan a luz criaturas monstruosas. La furia del dragón es tan inmensa que los muros de las torres se conmueven y vuelven al polvo. Las víctimas, a la salida del sol, aparecen dispersas aquí y allá, sobre los cerros. ¿Cuántos caballeros, pregunto yo, habrán perseguido a este monstruo y habrán fracasado, como fracasaremos también nosotros?
¡Suficiente te digo!
¡Más que suficiente! Aquí, en esta desolación, ni siquiera sé en qué año estamos.
Novecientos años después de Navidad.
No, no ‒murmuró el segundo hombre con los ojos cerrados‒. En este páramo no hay Tiempo, hay sólo Eternidad. Pienso a veces que si volviéramos atrás, el pueblo habría desaparecido, la gente no habría nacido todavía, las cosas estarían cambiadas, los castillos no tallados aún en las rocas, los maderos no cortados aún en los bosques; no preguntes cómo sé; el páramo sabe y me lo dice. Y aquí estamos los dos, solos, en la comarca del dragón de fuego. ¡Qué Dios nos ampare!
¡Si tienes miedo, ponte tu armadura!
¿Para qué? El dragón sale de la nada; no sabemos dónde vive. Se desvanece en la niebla; quién sabe a dónde va. Ay, vistamos nuestra armadura, moriremos ataviados.
Enfundado a medias en el corselete de plata, el segundo hombre se detuvo y volvió la cabeza.
En el extremo de la oscura campiña, henchido de noche y de nada, en el corazón mismo del páramo, sopló una ráfaga arrastrando ese polvo de los relojes que usaban polvo para contar el tiempo. En el corazón del viento nuevo había soles negros y un millón de hojas carbonizadas, caídas de un árbol otoñal, más allá del horizonte. Era un viento que fundía paisajes, modelaba los huesos como cera blanda, enturbiaba y espesaba la sangre, depositándola como barro en el cerebro. El viento era mil almas moribundas, siempre confusas y en tránsito, una bruma en una niebla de la oscuridad; y el sitio no era sitio para el hombre y no había año ni hora, sino sólo dos hombres en un vacío sin rostro de heladas súbitas, tempestades y truenos blancos que se movían por detrás de un cristal verde: el inmenso ventanal descendente, el relámpago. Una ráfaga de lluvia anegó la hierba; todo se desvaneció y no hubo más que un susurro sin aliento y los dos hombres que aguardaban a solas con su propio ardor, en un tiempo frío.
Mira... ‒murmuró el primer hombre‒. Oh, mira, allá...
A kilómetros de distancia, precipitándose, un cántico y un rugido, el dragón.
Los hombres vistieron las armaduras y montaron los caballos, en silencio. Un monstruoso ronquido quebró la medianoche desierta, y el dragón, rugiendo, se acercó, y se acercó todavía más. La deslumbrante mirada amarilla apareció de pronto en lo alto de un cerro, y en seguida, desplegando un cuerpo oscuro, lejano, impreciso, pasó por encima del cerro y se hundió en un valle.
¡Pronto!
Espolearon las cabalgaduras hasta un claro.
¡Por aquí pasa!
Los guanteletes empuñaron las lanzas y las viseras cayeron sobre los ojos de los caballeros.
¡Señor!
Sí, invoquemos su nombre.
En ese instante, el dragón rodeó un cerro. El monstruoso ojo ambarino se clavó en los hombres, iluminando las armaduras con destellos y resplandores bermejos. Hubo un terrible alarido quejumbroso, y un ímpetu demoledor, y la bestia prosiguió su carrera.
¡Dios misericordioso!
La lanza golpeó bajo el ojo amarillo sin párpado, y el hombre voló por el aire. El dragón se le abalanzó, lo derribó, lo aplastó, y el hombro negro lanzó al otro jinete a unos treinta metros de distancia, contra la pared de una roca. Gimiendo, gimiendo siempre, el dragón pasó, vociferando, todo fuego alrededor y debajo: un sol rosado, amarillo, naranja, con plumones suaves de humo enceguecedor.

* * *

¿Viste? ‒gritó una voz‒. ¿No te lo había dicho?
¡Sí! ¡Sí! ¡Un caballero con armadura! ¡Lo atropellamos!
¿Vas a detenerte?
Me detuve una vez; no encontré nada. No me gusta detenerme en este páramo. Me pone la carne de gallina. No sé qué siento.
Pero atropellamos algo.
El tren silbó un buen rato; el hombre no se movió.
Una ráfaga de humo dividió la niebla.
Llegaremos a Stokely a horario. Más carbón, ¿eh, Fred?
Un nuevo silbido, que desprendió el rocío del cielo desierto. El tren nocturno, de fuego y furia, entró en un barranco, trepó por una ladera y se perdió a lo lejos sobre la tierra helada, hacia el Norte, desapareciendo para siempre y dejando un humo negro y un vapor que pocos minutos después se disolvieron en el aire quieto.

domingo, 21 de julio de 2013

Sueño de la mariposa


Hoy vamos a ser breves. Chuang Tzu, Zhuangzi o Chuang Tse (podemos escribir su nombre de estas tres formas) fue un filósofo chino seguidor del Tao de Lao-Tse. Vivió entre los siglos IV y III antes de Cristo, y se le atribuye este brevísimo relato.

Chuang Tzu soñó que era una mariposa. Al despertar ignoraba si era Tzu que había soñado que era una mariposa o si era una mariposa y estaba soñando que era Tzu.

sábado, 20 de julio de 2013

Mr. Jones


Truman Capote fue uno de los creadores del nuevo periodismo, que buscaba dotar de altura literaria a las crónicas y los reportajes. Escribió numerosos relatos (uno de ellos dará lugar a la deliciosa película Desayuno con diamantes), y algunos de ellos los publicó en su obra Música para camaleones, a la que pertenece el siguiente.

Durante varios meses del invierno de 1945 viví en una pensión de Brooklin. No era un lugar sucio, sino una casa agradablemente amueblada, de vieja piedra arenisca, mantenida con una limpieza de hospital por sus dueñas, dos hermanas solteras.
Míster Jones vivía en la habitación contigua a la mía. Mi cuarto era el más pequeño de la casa y el suyo el más amplio, una hermosa habitación soleada, lo que estaba muy bien, porque míster Jones jamás salía de ella: todo lo que necesitaba, la comida, la compra, el lavado de ropa, era atendido por las maduras patronas. Además, no le faltaban visitas; por lo general, una media docena de personas diferentes, hombres y mujeres, jóvenes, viejas, de mediana edad, frecuentaban diariamente su habitación desde por la mañana temprano hasta últimas horas de la tarde. No era traficante de drogas ni adivino; no, iban simplemente a hablar con él y por lo visto, le hacían pequeños regalos de dinero por su conversación y consejo. De no ser así, carecía de medios manifiestos para mantenerse.
Yo nunca entablé conversación con míster Jones, circunstancia que desde entonces he lamentado a menudo. Era un hombre guapo, de unos cuarenta años. Esbelto, de pelo negro y rostro distinguido; de cara pálida y descarnada, pómulos salientes y un lunar en la mejilla izquierda, un pequeño defecto carmesí en forma de estrella. Llevaba gafas con montura de oro y cristales oscuros como boca de lobo: era ciego, y también inválido; según las hermanas, el uso de las piernas le fue arrebatado por un accidente de la infancia, y no podía desplazarse sin muletas. Siempre iba vestido con un recién planchado traje de tres piezas gris oscuro o azul, y una corbata discreta: como si estuviera a punto de salir para una oficina de Wall Street.
Sin embargo, como digo, nunca abandonaba sus dominios. Simplemente se sentaba en su alegre habitación, en un cómodo sillón, y recibía visitas. Yo no tenía idea de por qué iban a verlo aquellas personas de aspecto más bien ordinario, ni de qué hablaban, y yo estaba demasiado preocupado con mis propios asuntos como para extrañarme de ello. Cuando me picaba la curiosidad, me figuraba que sus amigos habrían encontrado en él a un hombre inteligente y amable, que sabía escuchar bien y a quien se confiaban y consultaban sus problemas: una mezcla entre sacerdote y terapeuta.
Míster Jones tenía teléfono. Era el único inquilino con línea particular. Sonaba constantemente, a menudo después de medianoche y a horas muy tempranas, como las seis de la mañana.
Me mudé a Manhattan. Algunos meses después volví a la pensión para recoger una caja de libros que dejé allí guardados. Mientras las patronas me ofrecían té y pastas en su «salón» de cortinas de encaje, pregunté por míster Jones.
Carraspeando, una de ellas dijo:
Eso está en manos de la policía.
La otra explicó:
Hemos dado parte de él como persona desaparecida.
La primera añadió:
El mes pasado, hace veintiséis días, mi hermana le subió el desayuno a míster Jones, como de costumbre. No estaba. Todas sus pertenencias seguían allí. Pero él se había marchado.
Qué raro...
...que un hombre totalmente ciego, un inválido paralítico...
Diez años pasan.
Ahora es una tarde de diciembre, con un frío de cero grados, y estoy en Moscú. Viajo en un vagón del metro. Sólo hay otros pocos pasajeros. Uno de ellos es un hombre sentado frente a mí, que lleva botas, un abrigo grueso y largo y un gorro de piel de estilo ruso. Tiene ojos brillantes y azules, como de pavo real.
Tras un momento de duda, lo miro embobado porque aun sin las gafas oscuras, no hay equivocación sobre aquel rostro distinguido y descarnado, con sus pómulos salientes y el lunar rojo en forma de estrella.
Me dispongo a cruzar el pasillo y hablarle cuando el tren llega a una estación, y míster Jones, sobre un par de espléndidas y robustas piernas, se levanta y sale del vagón. Rápidamente, la puerta se cierra tras él.

viernes, 19 de julio de 2013

El Conejo y el León


El hondureño guatemalteco Augusto Monterroso es considerado el as del microrrelato y su «Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí» es el más conocido y citado. Pero también tiene relatos más extensos, como esta modernización-variación de las fábulas de Esopo (Que cualquier día visitaremos).

Un celebre Psicoanalista se encontró cierto día en medio de la Selva, semiperdido.
Con la fuerza que dan el instinto y el afán de investigación logró fácilmente subirse a un altísimo árbol, desde el cual pudo observar a su antojo no sólo la lenta puesta del sol sino además la vida y costumbres de algunos animales, que comparó una y otra vez con las de los humanos.
Al caer la tarde vio aparecer, por un lado, al Conejo; por otro, al León.
En un principio no sucedió nada digno de mencionarse, pero poco después ambos animales sintieron sus respectivas presencias y, cuando toparon el uno con el otro, cada cual reaccionó como lo había venido haciendo desde que el hombre era hombre.
El León estremeció la Selva con sus rugidos, sacudió la melena majestuosamente como era su costumbre y hendió el aire con sus garras enormes; por su parte, el Conejo respiró con mayor celeridad, vio un instante a los ojos del León, dio media vuelta y se alejó corriendo.
De regreso a la ciudad el celebre Psicoanalista publicó cum laude su famoso tratado en que demuestra que el León es el animal más infantil y cobarde de la Selva, y el Conejo el más valiente y maduro: el León ruge y hace gestos y amenaza al universo movido por el miedo; el Conejo advierte esto, conoce su propia fuerza, y se retira antes de perder la paciencia y acabar con aquel ser extravagante y fuera de sí, al que comprende y que después de todo no le ha hecho nada.

jueves, 18 de julio de 2013

Las puestas del sol


Antoine de Saint-Exupéry fue aviador, escritor y periodista. Trabajó como piloto en África y en América del Sur, y murió en en el curso de una operación aérea durante la segunda guerra mundial... Sobre todo ello Hugo Pratt realizó un excelente cómic titulado El último vuelo. Pero ante todo Saint-Exupéry es el autor de El Principito, el mejor libros para niños de todas las edades (hsta las más provectas).



¡Ah, principito, cómo he ido comprendiendo lentamente tu vida melancólica! Durante mucho tiempo tu única distracción fue la suavidad de las puestas de sol. Este nuevo detalle lo supe al cuarto día, cuando me dijiste:

Me gustan mucho las puestas de sol; vamos a ver una puesta de sol…

Tendremos que esperar…

¿Esperar qué?

A que el sol se ponga.

Pareciste muy sorprendido primero, y después te reíste de ti mismo. Y me dijiste:

Siempre me creo que estoy en mi casa..

En efecto, como todo el mundo sabe, cuando es mediodía en Estados Unidos, en Francia se está poniendo el sol. Sería suficiente poder trasladarse a Francia en un minuto para asistir a la puesta del sol, pero desgraciadamente Francia está demasiado lejos. En cambio, sobre tu pequeño planeta te bastaba arrastrar la silla algunos pasos para presenciar el crepúsculo cada vez que lo deseabas…

¡Un día vi ponerse el sol cuarenta y tres veces!

Y un poco más tarde añadiste:

¿Sabes?... Cuando uno está verdaderamente triste son agradables las puestas de sol.

¿Estabas, pues, verdaderamente triste el día de las cuarenta y tres veces?

El principito no respondió.