lunes, 29 de julio de 2013

Cómo descubrí al superhombre


Gilbert Keith Chesterton escribió una serie de novelas, cuentos y artículos en las que (igual o diferentemente que Kafka, Joyce, Thomas Mann, Proust, Hermann Hesse...) anuncia-analiza-critica-previene de lo que va a ser el siglo XX. Dos novelas suyas imprescindibles: El hombre que fue jueves, y La esfera y la cruz. Pero ante todo fue periodista, aunque muchos de sus artículos de opinión se convierten, como el ejemplo que les traigo, en breves cuentos verdaderamente redondos.

A los lectores de Bernard Shaw y de otros escritores modernos les interesará la noticia del descubrimiento del Superhombre. Yo lo descubrí: vive en South-Croydon. Mi hallazgo será un severo desengaño para Mr. Shaw, que ha seguido una pista falsa y anda buscándolo por Blackpool; y en cuanto a la esperanza de Mr. Wells de producirlo a base de cuerpos gaseosos, en un laboratorio particular, siempre la creí predestinada al fracaso. Afirmo que el Superhombre de Croydon nació de una manera normal, aunque, por supuesto, él no tiene nada de normal.
Sus padres no son indignos del ser prodigioso que han dado al mundo. El nombre de Lady Hypatia Smythe-Browne (ahora Lady Hypatia Hagg) nunca será olvidado en los barrios pobres, tan atendidos por su benéfico celo. Su constante grito de Salvad a los niños fustigaba la negligencia cruel de quienes permiten al niño la posesión de juguetes de color vivo, pernicioso para la vista. Alegaba estadísticas irrefutables que demostraban que los niños a quienes no les vedan el espectáculo del violeta y del bermellón propenden muchas veces a la miopía en la extrema vejez; y a su cruzada infatigable se debe que el azote de las canicas casi fuera barrido de las casas de alquiler. La abnegada señora recorría las calles de sol a sol quitando los juguetes a los niños pobres, bondad que les llenaba los ojos de lágrimas. Su obra fue interrumpida, en parte por su nuevo interés en la religión de Zoroastro, en parte por un paraguazo feroz. Se lo infirió una disoluta verdulera irlandesa, que, al regresar de alguna orgía, se encontró en su dormitorio insalubre con Lady Hypatia descolgando una lámina vulgar, cuya influencia, para no decir otra cosa, no podía ser edificante. La celta, analfabeta y alcoholizada, no sólo agredió a su bienhechora, sino que le acusó de robo. La mente exquisitamente equilibrada de Lady Hypatia, padeció un eclipse transitorio, durante el cual contrajo enlace con el doctor Hagg.
Hablar del doctor Hagg es innecesario. Quienes tengan la más leve noticia de esos atrevidos experimentos de Eugenesia Neo-Individualista, que constituyen la preocupación esencial de la democracia británica, sin duda conocen su nombre y lo han encomendado más de una vez a la protección personal de una Entidad impersonal. Desde muy joven aplicó a la historia de la religión su vasta y sólida cultura de ingeniero electrónico. Poco después era uno de nuestros geólogos más ilustres, y logró esa clara visión del porvenir del socialismo, que es patrimonio de los geólogos. Al principio pareció advertirse una grieta, fina pero visible, entre sus opiniones y las de su aristocrática esposa. Ella era partidaria (para decirlo con su poderoso epigrama) de proteger a los pobres contra sí mismos; él sostenía, con una nueva y vigorosa metáfora, que en la lucha por la vida el triunfo debía adjudicarse a los triunfadores. Los dos, sin embargo, acabaron por percibir que sus respectivas opiniones eran inequívocamente modernas y en este luminoso adjetivo sus almas encontraron la paz. El resultado es que la unión de los dos tipos más altos de nuestra cultura, la gran dama y el hombre de ciencia autodidacto, fue bendecida por el nacimiento del Superhombre, del ser que aguardan día y noche todos los obreros de Battersea.
Encontré, sin mayor dificultad, la casa del doctor Hagg: está ubicada en una de las últimas calles de Croydon y la domina una fila de álamos. Llegué a la hora del crepúsculo y es comprensible que me pareciera advertir algo oscuro y monstruoso en la indefinida mole de aquella casa que hospedaba a un ser más prodigioso que todos los seres humanos. Fui recibido con exquisita cortesía por Lady Hypatia y su esposo, pero no vi en seguida al Superhombre, que ya ha cumplido los quince años y vive solo en una pieza apartada. Mi diálogo con los padres no aclaró del todo la naturaleza de esa misteriosa criatura. Lady Hypatia, que tiene un rostro pálido y ansioso, ostentaba esos grises y medias tintas con los que ha dado alegría a tantos hogares pobres en Hoxton. No habla del fruto de su vientre con la vanidad vulgar de una madre humana. Tomé una decisión audaz y pregunté si el Superhombre era hermoso.
—Crea su propio canon, como usted sabe —respondió con un leve suspiro—. En ese plano es más bello que Apolo. Desde nuestro plano inferior, por supuesto... —y volvió a suspirar.
Tuve un horrible impulso y dije de golpe:
—¿Tiene pelo?
Hubo un silencio largo y penoso. El doctor Hagg dijo con suavidad:
—Todo en ese plano es distinto: lo que tiene... no es lo que nosotros llamaríamos pelo, aunque...
—¿No te parece —murmuró su mujer—, no te parece que, para evitar discusiones, conviene llamarlo pelo, cuando uno se dirige al gran público?
—Quizá tengas razón —dijo el doctor, después de un instante—. Tratándose de pelo como ése hay que hablar en parábolas.
—Bueno, ¿qué diablos es —pregunté con alguna irritación— si no es pelo? ¿Son plumas?
—No plumas, según nuestro concepto de plumas —contestó Hagg con una voz terrible.
Me levanté, impaciente.
—Sea como fuere, ¿puedo verlo? —pregunté—. Soy periodista y sólo me traen aquí la curiosidad y la vanidad personal. Me gustaría decir que he estrechado la mano del Superhombre.
Marido y mujer también estaban de pie, muy incómodos.
—Bueno, usted comprenderá —dijo Lady Hypatia con su encantadora sonrisa de gran dama—. Usted comprenderá que hablar de manos... su estructura es tan diferente...
Olvidé todas las normas sociales. Arremetí contra la puerta del aposento que encerraba sin duda a la criatura increíble. Entré: la pieza estaba a oscuras. Oí un triste y débil gemido; a mi espalda retumbó un doble grito:
—¡Qué imprudencia! —exclamó el doctor Hagg, llevándose las manos a la cabeza—. Lo ha expuesto a una corriente de aire. ¡El Superhombre ha muerto!
Esa noche, al salir de Croydon, vi hombres enlutados cargando un féretro que no tenía forma humana. El viento se quejaba sobre nosotros, agitando los álamos, que se inclinaban y oscilaban como penachos de algún funeral cósmico.

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