sábado, 31 de agosto de 2013

El espejo del alma


Pere Calders (1912-1994) fue uno de los grandes escritores en lengua catalana. He aquí uno de sus luminosos microcuentos (que mañana compensaremos en uno y otro sentido).

No nos habíamos visto nunca, en ningún sitio, en ninguna ocasión, pero se parecía tanto a un vecino mío que me saludó cordialmente: él también se había confundido.

viernes, 30 de agosto de 2013

Nostalgias amazónicas


Se acaban las vacaciones y se acerca el curso... En estas circunstancias puede resultar oportuno este poema de Miguel D'Ors, que publicó en su libro La música extremada (1991)

Quién fuera un yanomani:
desnudo e inocente, viviría
fuera de calendarios y mentiras,
en paz con los vecinos y las lluvias,
los dioses y mi cuerpo. Mis únicas costumbres
serían los espesos follajes goteantes
traspasados por cantos de colores vivísimos
rápidos como flechas.
No envidiaría, no consumiría,
nadie me robaría. En una estera
tejida con cortezas
fecundaría a mi fiel india bajo
la mirada propicia de los astros.
Pero —nada es perfecto— ninguna de esas cosas
tendría para mí el menor atractivo.

jueves, 29 de agosto de 2013

El tío Cerote


Hoy toca cuento de carácter popular. Romualdo Nogués (1824-1899), natural de Borja, compaginó su profesión militar con la publicación de unas cuantas colecciones de cuentos. Este corresponde a Cuentos para gente menuda.

El tío Cerote era un zapatero remendón, que siempre andaba a la greña con su mujer, vieja, fea, negra y más seca que las llares del hogar. El marido observó que los sábados desaparecía de la cama antes de media noche, y al amanecer, sin saber cómo, la encontraba a su lado. Para averiguar la causa, se tendió en el banco de la cocina, y se hizo el dormido.
A la hora indicada, la mujer se acercó al marido de puntillas, lo creyó en profundo sueño, y se dio por todo el cuerpo con un ungüento, herencia de sus dignas antepasadas, muy duchas en la magia y demás artes diabólicas.
Enseguida bajaron por la chimenea multitud de viejas horribles, se untaron, y a la primera campanada de las doce salieron todas en tropel, caballeras en escobas, las que no cabían por donde entraron, por las grietas de la casa, gritando desaforadamente:
Por encima de rama y hoja, a los campos de Tolosa.
Picado el remendón de la curiosidad, se untó como ellas, y no habiendo entendido bien lo que voceaban tales vestiglos, dijo:
Por entre rama y hoja, a los campos de Tolosa.
Con la velocidad de bala de cañón subió por el de la chimenea, atravesó montes y valles, pasó por zarzas y espinos, y llegó al aquelarre o reunión de brujas, casi desollado.
Comenzaba la danza. Alrededor del demonio en figura de macho cabrío, y a compás de música infernal, bailaban brujas y brujos, cantando:
Lunes y martes y miércoles, tres. Jueves y viernes y sábado, seis.
El sacristán, que en el campanario se preparaba a tocar a misa de alba, oyó la maldita copla, hizo bocina con las manos, y añadió:
Y domingo, siete.
Coge la giba, y vete ―le replicó furioso a coro el aquelarre, al escuchar el nombre del día consagrado a Dios.
En el acto le nació al monaguillo una joroba que envidiaría un dromedario.
Después de tan brillante fiesta, los brujos y brujas fueron uno a uno besando al cabrón debajo de la cola. Cuando le tocó al zapatero, se la levantó, reconoció tan limpio sitio, y en el mismo, con la lezna, le dio un fuerte pinchazo. El diablo se volvió gravemente, y advirtió al remendón:
Tío Cerote, otra vez, aféitese el bigote.

miércoles, 28 de agosto de 2013

Las ciudades escondidas


Hoy regresamos a los peculiares viajes de Marco Polo, inventados de forma incomparable por Ítalo Calvino, en Las ciudades invisibles.

No es feliz la vida en Raissa. Por las calles la gente camina torciéndose las manos, impreca a los niños que lloran, se apoya en los parapetos del río con las sienes entre los puños, por la mañana despierta de un mal sueño y empieza otro. En los talleres donde a cada rato alguien se machaca los dedos con el martillo o se pincha con la aguja, o en las columnas de números torcidas de los negociantes y los banqueros, o delante de las filas de vasos sobre el estaño de las tabernas, menos mal que las cabezas agachadas te ahorran miradas torvas. Dentro de las casas es peor, y no hay que entrar para saberlo: en verano las ventanas aturden con peleas y platos rotos.
Y sin embargo, en Raissa hay a cada momento un niño que desde una ventana ríe a un perro que ha saltado sobre un cobertizo para morder un pedazo de polenta que ha dejado caer un albañil que desde lo alto del andamio exclama: —¡Prenda mía, déjame probar!— a una joven posadera que levanta un plato de estofado bajo la pérgola, contenta de servirlo al paragüero que celebra un buen negocio, una sombrilla de encaje blanco comprada por una gran dama para pavonearse en las carreras, enamorada de un oficial que le ha sonreído al saltar el último seto, feliz él pero más feliz todavía su caballo que volaba sobre los obstáculos viendo volar en el cielo a un francolín, pájaro feliz liberado de la jaula por un pintor feliz de haberlo pintado pluma por pluma, salpicado de rojo y de amarillo, en la miniatura de aquel libro en que el filósofo dice:
También en Raissa, ciudad triste, corre un hilo invisible que enlaza por un instante un ser viviente a otro y se destruye, luego vuelve a tenderse entre puntos en movimiento dibujando nuevas, rápidas figuras de modo que a cada segundo la ciudad infeliz contiene una ciudad feliz que ni siquiera sabe que existe.

martes, 27 de agosto de 2013

El mujik y los pepinos


Del autor de la mastodóntica Guerra y Paz, León Tolstoi, es esta mínima historia (pequeña variación de otra tradicional).

Una vez un campesino fue a robar pepinos a una huerta. En cuanto se deslizó hasta el sembrado, pensó: «Si consigo llevarme un saco de pepinos, los venderé y con ese dinero compraré una gallina. La gallina pondrá huevos, incubará y sacará muchos pollitos. Criaré los pollitos, los venderé y compraré un lechoncito. Cuando crezca tendrá una buena cría. La venderé para comprar una yegua, que, a su vez, me dará potros. Los criaré y los venderé; después compraré una casa y pondré una huerta. Sembraré pepinos, pero no permitiré que me roben. Pondré unos guardas muy severos, para que vigilen. Y, de cuando en cuando, me daré una vueltecita y les gritaré: ¡Eh, amigos, vigilad con más atención!». Sin darse cuenta, el hombre dijo esas palabras, en voz alta.
Los guardas que vigilaban la huerta se abalanzaron sobre él, y le dieron una buena paliza.

lunes, 26 de agosto de 2013

La montaña


El argentino Enrique Anderson Imbert (1910-2000) fue profesor en varias universidades de su país y de Estados Unidos.

El niño empezó a treparse por el corpachón de su padre, que estaba amodorrado en la butaca, en medio de la gran siesta, en medio del gran patio. Al sentirlo, el padre, sin abrir los ojos y sotorriéndose, se puso todo duro para ofrecer al juego del hijo una solidez de montaña. Y el niño lo fue escalando: se apoyaba en las estribaciones de las piernas, en el talud del pecho, en los brazos, en los hombros, inmóviles como rocas. Cuando llegó a la cima nevada de la cabeza, el niño no vio a nadie.
¡Papá, papá! ―llamó a punto de llorar.
Un viento frío soplaba allá en lo alto, y el niño, hundido en la nieve, quería caminar y no podía.
¡Papá, papá!
El niño se echó a llorar, solo sobre el desolado pico de la montaña.

domingo, 25 de agosto de 2013

De magos


El francés Jean Cocteau (1889-1963) resume el mundo de las vanguardias de la primera mitad del siglo XX: fue escritor, pintor y cineasta.

En el circo, una madre imprudente permite que su hijo se preste a la experiencia de un mago chino. Lo mete en un cofre: está vacío. Vuelven a cerrar el cofre. Vuelven a abrirlo: el niño aparece y vuelve a su lugar. Pero ya no es el mismo niño. Nadie se lo imagina.

sábado, 24 de agosto de 2013

Historiografía


Eugenio Trueba lo publicó en El Cuento, revista de imaginación (Nº. 37, Julio-Agosto 1969, Tomo VI – Año IV, pág. 542) . Naturalmente, lo he encontrado en internet.
Cuando por fin conseguí que despidieran al encargado del archivo histórico y éste quedó en mis manos, recogí desde luego las tres o cuatro llaves que andaban por allí en manos de todo mundo e hice colocar cerraduras a las verjas de los pasillos que conducían al precioso recinto. Cambié el horario e hice ver a los pocos visitantes que se presentaban sin protesta de madrugada que no eran bien recibidos y que como no había presupuesto para ayudantes yo no podría perder mi tiempo de investigador vigilando el uso que se diera a los documentos, logrando en breve tiempo mantenerme a salvo de competidores. Sin archivos ¿quién hace historia?
Por mi parte no tenía más que ponerme a leer día y noche, bajo llave, y a su tiempo lanzar al público y a los académicos mis grandes descubrimientos, como un simple y fatal resultado de la celosa y exclusiva posesión que yo tenía de las fuentes.
Pero como mi odiado antecesor, según pude averiguarlo después, había obtenido copia subterfugia del archivo, su libro publicado por rara coincidencia en igual fecha, era idéntico al mío.

viernes, 23 de agosto de 2013

Carrera inconclusa


Ambrose Bierce (1842-1913) periodista y escritor norteamericano, había sido en su juventud forzudo de feria y luchó en la guerra de secesión.


James Burne Worson era zapatero, habitante de Leamington, Warwickshire, Inglaterra. Era propietario de un pequeño local, en uno de esos pasajes que nacen de la carretera a Warwick. Dentro de su humilde círculo, lo estimaban hombre honesto, aunque algo dado (como tantos de su clase en los pueblos ingleses) a la bebida. Cuando se emborrachaba, solía comprometerse en apuestas insensatas. En una de tales ocasiones, harto frecuentes, se ufanaba de sus hazañas como corredor y atleta, lo que tuvo como resultado una competición contra natura. Apostaron un soberano de oro, y se comprometió a hacer todo el camino a Coventry corriendo ida y vuelta; se trata de una distancia que supera las cuarenta millas. Esto fue el 3 de septiembre de 1873. Partió de inmediato; el hombre con quien había hecho la apuesta -no se recuerda su nombre-, acompañado por Barham Wise, lencero, y Hamerson Burns, creo que fotógrafo, lo siguió en su carro o carreta ligera.

Durante varias millas, Worson anduvo muy bien, a paso regular, sin fatiga aparente, porque poseía, en verdad, gran poder de resistencia, y no estaba tan intoxicado como para que tal poder lo traicionara. Los tres hombres, en su carruaje, lo seguían a escasa distancia, y, ocasionalmente, se burlaban amistosamente de él o lo estimulaban, según se los imponía el ánimo. Súbitamente -en plena carretera, a menos de doce yardas de distancia, y mientras todos lo estaban observando- el hombre pareció tropezar. No cayó a tierra: desapareció antes de tocarla. Jamás se halló rastro de él.

Tras permanecer en el sitio y merodearlo, presa de la irresolución y la incertidumbre, los tres hombres regresaron a Leamington, narraron su increíble historia, y fueron, al fin, puestos a buen recaudo. Pero gozaban de buena reputación, siempre se los había juzgado sinceros, estaban sobrios en el momento del hecho, y nada conspiró jamás para desmentir el relato juramentado de su extraordinaria aventura; éste, no obstante, provocó divisiones de la opinión pública en todo el Reino Unido. Si tenían algo que ocultar eligieron, por cierto, uno de los medios más asombrosos que haya escogido jamás un ser humano en su sano juicio.

jueves, 22 de agosto de 2013

Ítaca


Constantino Kavafis fue un gran poeta griego que vivió entre 1863 y 1933. Entre los muchos poemas espléndidos que compuso, quizás el más conocido es éste que retoma la vieja historia de los prolongados viajes del astuto Ulises.

Cuando emprendas tu viaje hacia Ítaca
desea que el camino sea largo,
lleno de aventuras, lleno de experiencias.
No temas a los lestrigones, a los cíclopes,
o al colérico Poseidón,
nunca los encontrarás en el camino,
si mantienes elevado tu pensar, si una selecta
emoción tu espíritu y tu cuerpo embarga.
Ni a los lestrigones ni a los cíclopes,
ni al feroz Poseidón encontrarás,
si no los llevas dentro de tu alma,
si tu alma no los yergue ante ti.

Desea que el camino sea largo.
Que sean muchas las mañanas estivales
en que con cuánta dicha, con cuánta alegría
llegues a puertos nunca vistos:
detente en emporios fenicios,
y adquiere las bellas mercancías,
ámbares y ébanos, marfiles y corales,
y perfumes voluptuosos de toda clase,
cuantos más perfumes voluptuosos puedas.
Ve a muchas ciudades egipcias
a aprender y aprender de sus sabios.

Ten siempre en tu pensamiento a Ítaca.
Llegar allí es tu destino.
Pero no apresures, en absoluto, tu viaje.
Mejor que dure muchos años:
y desembarcar, viejo ya, en la isla,
rico con cuanto ganaste en el camino,
sin esperar que te dé riquezas Ítaca.

Ítaca te dio el más hermoso viaje.
Sin ella no hubieras emprendido el camino.
Otra cosa no tiene ya que darte.
Y si pobre la encuentras, Ítaca no te ha engañado.
Sabio como has llegado a ser, con experiencia tanta,
ya comprenderás qué significan todas las Ítacas.

miércoles, 21 de agosto de 2013

El héroe


Aquí está la clásica historia del caballero, la princesa prisionera, y el malvado dragón... Pero las cosas no son siempre lo que parecen. El cuento es de Julio Torri.

Todo se adultera hoy. A mí me ha tocado personificar un heroísmo falso. Maté al pobre dragón de modo alevoso que no debe ni recordarse. El inofensivo monstruo vivía pacíficamente y no hizo mal a nadie. Hasta pagaba sus contribuciones, y llegó en inocente simplicidad a depositar su voto en las ánforas, durante las últimas elecciones generales. Me vio llegar como a un huésped, y cuando hacía ademán de recibirme y brindarme hospedaje, le hendí la cabeza de un tajo. Horrorizado por mi villanía hui de los fotógrafos que pretendían retratarme con los despojos del pobre bicho, y con el malhadado alfanje desenvainado y sangriento. Otro se aprovechó de mi fea hazaña e intentó obtener la mano de la princesa. Por desdicha mis abogados lo impidieron y aun obligaron al impostor a pagar las costas del juicio. No hubo más remedio que apechugar con la hija del rey, y tomar parte en ceremonias que asquearían aun a Mr. Cecil B. de Mille.
La princesa no es la joven adorable que estáis desde hace varios años acostumbrados a ver por las tarjetas postales. Se trata de una venerable matrona que, como tantas mujeres que han prolongado su doncellez, se ha chupado interiormente. (Perdonadme lo bajo de la expresión.) Resulta su compañía tan enfadosa que a su lado se explica uno los horrores de todas las revoluciones. Sus aficiones son groseras: nada la complace más que exhibirse en público conmigo, haciendo gala de un amor conyugal que felizmente no existe. Tiene alma vulgar de actriz de cine. Siempre está en escena, y aun lo que dice dormida va destinado a la galería. Sus actitudes favoritas, la de infanta demócrata, de esposa sacrificada, de mujer superior que tolera menesteres humildes. A su lado siento náuseas incontenibles.
En los momentos de mayor intimidad mi egregia compañera inventa frases altisonantes que me colman de infortunio: “la sangre del dragón nos une”; “tu heroicidad me ha hecho tuya para siempre”; o bien “la lengua del dragón fue el ábrete sésamo”; etcétera.
Y luego las conmemoraciones, los discursos, la retórica huera... toda la triste máquina de la gloria. ¡Qué asco de mí mismo por haber comprado con una villanía bienestar y honores! ¡Cuánto envidio la sepultura olvidada de los héroes sin nombre!

martes, 20 de agosto de 2013

Cuento de horror


Otro de Marco Denevi. Y éste es policíaco.

La señora Smithson, de Londres (estas historias siempre ocurren entre ingleses) resolvió matar a su marido, no por nada sino porque estaba harta de él después de cincuenta años de matrimonio. Se lo dijo:
Thaddeus, voy a matarte.
Bromeas, Euphemia —se rió el infeliz.
¿Cuándo he bromeado yo?
Nunca, es verdad.
¿Por qué habría de bromear ahora y justamente en un asunto tan serio?
¿Y cómo me matarás? —siguió riendo Thaddeus Smithson.
Todavía no lo sé. Quizá poniéndote todos los días una pequeña dosis de arsénico en la comida. Quizás aflojando una pieza en el motor del automóvil. O te haré rodar por la escalera, aprovecharé cuando estés dormido para aplastarte el cráneo con un candelabro de plata, conectaré a la bañera un cable de electricidad. Ya veremos.
El señor Smithson comprendió que su mujer no bromeaba. Perdió el sueño y el apetito. Enfermó del corazón, del sistema nervioso y de la cabeza. Seis meses después falleció. Euphemia Smithson, que era una mujer piadosa, le agradeció a Dios haberla librado de ser una asesina.

lunes, 19 de agosto de 2013

Continuidad de los parques


De Julio Cortázar hemos leído un par de cuentos extremadamente didácticos (cómo tener miedo, cómo llorar), y si nos acordamos, aún mostraremos algún aporte más de este tipo. Pero hoy traemos una historia que quiere eliminar el distanciamiento entre la obra y el lector...

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restallaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

domingo, 18 de agosto de 2013

Del pleito al Sol


¿Recuerdan la temenda historia del herrero y de los tejedores? Pedro Saputo (que significa el Sabio) llegará en esta ocasión a tiempo de intervenir ante las simplezas de sus convecinos, según la obra del catedrático decimonónico Braulio Foz.

Dicen, pues, que mientras Pedro Saputo estuvo en la corte, pusieron los de su lugar pleito al sol, y que cuando llegó a Zaragoza y después que le hubieron saludado todos, le llamaron un día a la plaza en donde estaba ayuntado el pueblo, y le dijo uno del concejo:
Con mucho deseo, oh hijo nuestro Pedro Saputo, esperábamos tu venida al lugar para darte cuenta de una cosa que hemos hecho y que tú con tu mucha agudeza y sabiduría nos has de ayudar a llevar a buen cabo y final cumplimiento. Has de saber que habrá un mes pusimos un pleito al sol...
Apenas oyó esto Pedro Saputo, dijo:
¡Pleito al sol!
Y respondió uno de la plaza:
Pleito al sol, sí, pleito al sol; porque siempre nos fiere de frente en el camino de Huesca. ¿Vamos allá? Nos fiere la cara; ¿venimos de allá?, nos torna a ferir la cara. Y el otro día a Simaco Pérez y a Calisto Espuendas les sucedió que de así ferirles el sol se tornaron cegatos; y como esto aconteció ya a otros en otras ocasiones pasadas no queremos que nos acontezca a todos, hoy uno, mañana dos, porque después los de otros lugares nos farán mueca y nos llamarán ojitos y guiñosos. Por eso hemos puesto pleito al sol, y hasta que le ganemos y no nos fiera más de cara en el camino de Huesca, no hemos de parar. Y ya puedes tú que eres tan agudo y tan aquel, mirar y fer que esto no se pierda y trabajar con los jueces y letrados, que al fin bien los pagamos, que yo dié el otro día una ovella que me tocó para los gastos.
Pero, señores ―dijo Pedro Saputo― ¿es posible que habéis caído en la mengua que estáis diciendo? ¿Pleito al sol habéis puesto? ¿Qué dirán los otros pueblos?
Que digan lo que quieran ―respondió otro bárbaro de la turba―; más vale que digan eso que no tornarnos cegatos y después no valgamos para cosa, y nos fagan la figa y no lo veigamos. Y ya puedes traballar si no a volar a d'icho lugar, que parece que desde que has estado en la corte del rey ya no te conocemos.
Y a estas palabras siguieron otras más altas, acalorándose la gente de modo que Pedro Saputo hubo de ceder, y haciendo señal de querer hablar, se sosegaron y callaron, y él les dijo:
Yo os doy palabra que el pleito se acabará en breve, que no durará una semana, y que lo ganaremos.
¡Bien! ¡Bien! ¡Viva Pedro Saputo!
Y se deshizo la junta.
Preguntó quién era el letrado que defendía a Almudévar, y fue a verse con él y las demás piezas de aquel juego.
El letrado le dijo que efectivamente le habían pedido los de Almudévar que les escribiese una demanda y querella contra el sol, porque les daba de cara cuando venían a Huesca y cuando se volvían al lugar, y que le querían poner pleito; que primero les dijo que era un disparate, pero que no pudo disuadirles; que después los quiso arredrar con los gastos que ocurrirían, y que a esto habían respondido que no faltaría dinero; y que en efecto después había sabido que se escotaban y reunían una cantidad muy considerable. Por esta relación vio Pedro Saputo que no había lo que él sospechara de estafas y malicia; se rió con el letrado, se estuvo paseando por allí dos días, y al tercero por la tarde se volvió a Almudévar discurriendo antes el modo de salir del paso, dejando a los de su lugar por tontos hasta la consumación de los siglos.
Convocó al pueblo por la mañana, y le dijo desde unas piedras que habían sido cimiento y pie de una cruz:
Hijos de Almudévar, os participo que hemos ganado el pleito al sol... No os alborotéis; oíd: ya no os volveréis cegatos, ni os podrán llamar ojitos y guiñosos, porque no lo seréis. La cosa ha pasado de esta manera. Después de ver lo que se alegó de nuestra parte y lo que contestó la contraria, fui al juez y le hablé largamente de la tirria que nos tiene el sol, y de su terquedad y trece de cuenta en herirnos siempre de cara; y en fuerza de mis reflexiones ha sentenciado a nuestro favor; e yo tomando una copia de la sentencia me la puse en este secreto de mi gabán, y es del tenor siguiente (¡cómo levantaron la cabeza y abrían la boca para escucharla!): «En la ciudad de Huesca, a los siete días del mes de noviembre del año a Nativitate mil y tantos diez catorce, yo el infrascrito juez, alcalde, corregidor, tribunal y definidor de causas, pleitos y querellas de la tierra y los planetas de cielo; en la instancia que se sigue por el consejo y villa de Almudévar contra el procurador Benito Gómez nomine y de parte del sol de España; atento a lo que por ambas partes se ha alegado, y remitiéndome al proceso en todo caso tam in preses cuam in futurum, declaro y fallo en justicia, ley, conciencia, y razón, y en nombre y voz de la católica majestad del rey nuestro señor (que Dios guarde), que el concejo y Villa de Almudévar no pide ninguna gollería ni lo que dicen cotufas en el golfo, sino lo que hace muchos años y aun siglos que pudieron pedir con el mismo derecho y justicia que agora, y que el sol en adelante no sea osado de ferilles de cara cuando vengan de Huesca y se vuelvan por la mañana...»
Aquí no pudo ya contenerse la multitud, y tiraron los sombreros al aire gritando:
¡Viva Almudévar! ¡Viva Pedro Saputo!
Y duró un rato la algazara y jubilación de la victoria. Así que se desfogaron, continuó Pedro Saputo y les dijo:
Agora de ese dinero que habéis recogido, que según he calculado pasa de mil libras jaquesas, se podría hacer un pozo de piedra para tener agua abundante y buena en todo tiempo, con una balsa inmediata, de la cual se podría pasar el agua lluvial después de clarificada.
¡No, no! ―gritó una voz de la turba―. ¿Agua dices? Aun la del cielo nos incomoda. Si heses dicho una fuente o un pozo manantillo de vino, entonces sí que heses acertado; pero d'agua, ¡bien empleado dinero! En otra cosa lo podemos emplear. Oíd lo que m'ocurre: por ahí se están cayendo los muros y arruinándose a toda priesa, y día y noche tenemos o lugar abierto; compónganse los muros y fagamos unas puertas bien fuertes para cerrar de noche que no entren os ladrones y no vuelva a suceder o fecho de la semana pasada, que entraron a media noche, mataron perros, asustaron a la comadre y el hornero viejo, y se llevaron a filla de Jorge Resmello, a Resmella, pues ya la conocías; y la volverán, sí, gora un rasco, o la dejarán que no valdrá para cosa. Esto, es lo que hemos de fer con ese dinero.
Y aplaudieron todos al que eso dijo; y Pedro Saputo calló, se encogió de hombros, y se fue a su casa, imaginando en la ligereza y facilidad del vulgo que en una hora muda de afectos, aclamando con vivas y amenazando de muerte.

sábado, 17 de agosto de 2013

Capricornio en el paseo marítimo


En este puente de agosto resulta tremendamente apropiado este breve poema de nuestro viejo conocido, Miguel D'Ors. Es de su libro Chronica (1982)

Mira la tarde, mira qué canción
multicolor: las mobylettes felices
como estrellas fugaces, quinceañeras
azules con bermudas y suspensos, gaviotas
acariciando el tiempo,
la playa allá como una bienvenida...
¿Cuánto le habrá costado
al Universo, cuántos siglos, abrazos, guerras...
este momento?
Apiádate.
No sueltes
en medio de esta hora
el paquidermo mustio de tu filosofía.

viernes, 16 de agosto de 2013

El sueño del rey


Lewis Carroll, matemático inglés del siglo XIX, es conocido sobre todo por Alicia en el país de las maravillas, A través del espejo o La caza del snark. Al segundo de estos libros corresponde este breve fragmento, convertido por Borges en todo un cuento.

Ahora está soñando. ¿Con quién sueña? ¿Lo sabes?
Nadie lo sabe.
Sueña contigo. Y si dejara de soñar, ¿qué sería de ti?
No lo sé.
Desaparecerías. Eres una figura de su sueño. Si se despertara ese Rey te apagarías como una vela.

 

jueves, 15 de agosto de 2013

El árbol del orgullo


Si no recuerdo mal, este breve relato está contenido en un relato más extenso, que forma parte de El hombre que sabía demasiado, interesante libro de G. K. Chesterton

Si bajan a la Costa de Berbería, donde se estrecha la última cuña de los bosques entre el desierto y el gran mar sin mareas, oirán una extraña leyenda sobre un santo de los siglos oscuros. Ahí, en el límite crepuscular del continente oscuro, perduran los siglos oscuros. Sólo una vez he visitado esa costa; y aunque está enfrente de la tranquila ciudad italiana donde he vivido muchos años, la insensatez y la trasmigración de la leyenda casi no me asombraron, ante la selva en que retumbaban los leones y el oscuro desierto rojo. Dicen que el ermitaño Securis, viviendo entre árboles, llegó a quererlos como a amigos; pues, aunque eran grandes gigantes de muchos brazos, eran los seres más inocentes y mansos; no devoraban como devoran los leones; abrían los brazos a las aves. Rogó que los soltaran de tiempo en tiempo para que anduvieran como las otras criaturas. Los árboles caminaron con las plegarias de Securis, como antes con el canto de Orfeo. Los hombres del desierto se espantaban viendo a lo lejos el paseo del monje y de su arboleda, como un maestro y sus alumnos. Los árboles tenían esa libertad bajo una estricta disciplina; debían regresar cuando sonara la campana del ermitaño y no imitar de los animales sino el movimiento, no la voracidad ni la destrucción. Pero uno de los árboles oyó una voz que no era la del monje; en la verde penumbra calurosa de una tarde, algo se había posado y le hablaba, algo que tenía la forma de un pájaro y que otra vez, en otra soledad, tuvo la forma de una serpiente. La voz acabó por apagar el susurro de las hojas, y el árbol sintió un vasto deseo de apresar a los pájaros inocentes y de hacerlos pedazos. Al fin, el tentador lo cubrió con los pájaros del orgullo, con la pompa estelar de los pavos reales. El espíritu de la bestia venció al espíritu del árbol, y éste desgarró y consumió a los pájaros azules, y regresó después a la tranquila tribu de los árboles. Pero dicen que cuando vino la primavera todos los árboles dieron hojas, salvo este que dio plumas que eran estrelladas y azules. Y por esa monstruosa asimilación, el pecado se reveló.

miércoles, 14 de agosto de 2013

El asesino



¿Recuerdas el regreso del hijo miope? Vamos con otro sorprendente cuento de Javier Tomeo. Éste pertenece a su obra Cuentos perversos (que ya lo dice todo).

Cuando terminó aquella película de miedo no se encendieron las luces de la sala. Todo continuó a oscuras. Sólo se veía la bombilla roja que señalaba la puerta de los servicios. Algunos espectadores se armaron de valor y no tuvieron problemas para encontrar la salida. Otros, pensando en el asesino de la película, tuvieron miedo y continuaron en sus asientos. Juan K., por ejemplo, fue de los que no se atrevieron a moverse. Cerró los ojos —uno, por cierto, era más grande que el otro—, se cruzó de brazos y trató de animarse pensando en su novia francesa, que era lo más contrario a la muerte entre todas las cosas que conocía.
Media hora después, al abrir otra vez los ojos, advirtió que los demás espectadores le habían dejado solo y que el asesino estaba sentado a su lado.
Vamos a ver —le preguntó aquel canalla, mientras su mano derecha acariciaba la empuñadura del puñal—, dígame cuáles son los motivos que tiene usted para continuar vivo.
Tengo una novia francesa —le contestó Juan, procurando que no le temblase demasiado la voz.
El asesino no esperaba una respuesta como aquélla y se quedó pensando. Luego le pidió que le explicase un poco cómo era la chica y Juan le dijo que era rubia y tenía los ojos azules.
Eso no es suficiente —masculló el asesino, sin apartar la mano del puñal—, dígame, por lo menos, cómo se llama.
Juan le dijo que se llamaba Jacqueline y que, además de los ojos azules, tenía una vocecita de niña perdida en el bosque que le ponía cachondo.
Me parece que es usted bastante guarro —le dijo entonces el asesino.
Y levantó el puñal con las peores intenciones. Juan pidió auxilio y se acercaron corriendo los acomodadores, que hasta aquel momento habían estado en el vestíbulo jugando a los chinos. Se abalanzaron sobre el asesino y le redujeron en un abrir y cerrar de ojos.
Lo malo fue que luego no supieron qué hacer con él, si llevarle a la comisaría, que estaba dos calles más arriba, o devolverle a la ficción de la que procedía.
Reconozco que no es fácil encontrar el camino que conduce desde la realidad hasta la fantasía —les dijo el Subdirector General de Política Hidráulica, personado en el lugar de los hechos.
Pidieron consejo por teléfono al Director General y decidieron encerrar al psicópata asesino en un cuarto trastero y tenerle quince días a pan y agua.
Una semana más tarde el asesino consiguió escapar y regresar por su cuenta y riesgo a la ficción. No pudo, de todas formas, recuperar su papel de asesino porque mientras estuvo fuera la película de terror se había convertido en una dulce historia de amor, protagonizada por otra Jacqueline de ojos azules y un Juan asimétrico que también tenía miedo de la oscuridad, pero que no podía oír la vocecita de su enamorada sin que se le revolucionasen todos los sentidos.