sábado, 3 de agosto de 2013

El reencuentro


Hace unas pocas semanas falleció el destacado escritor aragonés Javier Tomeo. Sirva como homenaje este breve cuento.

Cuando la atmósfera familiar se hizo irrespirable me escapé de casa y durante algunos años estuve recorriendo el mundo y olvidando mi verdadera identidad en insensatas aventuras.
Hace un año, agotada ya toda la pirotecnia juvenil, decidí regresar al hogar para postrarme a los pies de mi anciano padre. Fue un reencuentro emocionante. Reconocí su voz de bajo profundo y me pareció que conservaba toda su riqueza tímbrica, pero advertí que pronunciaba las erres de un modo distinto, al estilo francés, como si tuviese algún defecto congénito en las cuerdas vocales que yo, sin embargo, no podía recordar.
Soltó unas cuantas lágrimas que se sorbió luego con la punta de la lengua, en un rapidísimo movimiento reflejo que yo tampoco le recordaba, y me confesó que durante los últimos años su miopía se había agudizado notablemente, hasta el punto de que ni siquiera con la ayuda de los más gruesos cristales era capaz de leer los titulares de los periódicos.
De hecho —me confesó—, me paso los días encerrado entre estas cuatro paredes, sentado junto a la ventana, sin poder distinguir las fachadas de las casas de enfrente.
Padre querido —le dije—. También mi miopía ha empeorado durante estos últimos años, pero te juro que no ha sido eso lo que me ha hecho regresar. Abandoné esta casa con la vana pretensión de conquistarlo todo y hoy regreso decepcionado de lo que he visto por esos mundos de Dios.
Seguro que has sufrido mucho —suspiró, desde lo profundo de su silencio—. Eso se nota incluso en tu voz, que también parece distinta.
Me senté a su lado y, con prisas (como tratando de recuperar el tiempo perdido), empezamos a trazar planes para el futuro.
Me dijo que pensaba recuperar su negocio (que había arrendado algunos meses antes a unos parientes lejanos, de los que no había oído hablar nunca), y que sería yo, su amado hijo pródigo, el encargado de darle nuevos impulsos.
No será tarea fácil —me advirtió—, porque durante estos últimos años han cambiado las cosas. Los fumadores se han acostumbrado a los cigarrillos hechos y apenas compran papel de fumar.
Se dolió de que, prácticamente hubiesen desaparecido ya todos aquellos fumadores de otros tiempos, capaces de pasarse diez minutos liándose un cigarrillo.
Tienes razón —reconocí—. Aquellos litúrgicos fumadores de antaño desaparecieron. La gente fuma ahora de un modo espasmódico. Sólo los más jóvenes recurren de vez en cuando al papel de fumar para liarse alguno de esos cigarrillos especiales. Pero ¿qué tiene que ver todo eso con tu negocio?
¿Cómo? —se extrañó mi padre—. ¿Has olvidado acaso nuestra pequeña fábrica de papel de fumar?
Claro que no —le mentí, preocupado por mi falta de memoria.
Lo cierto es que cuando abandoné mi hogar, mi padre regentaba un pequeño taller de relojería, en el que trabajaban además otras dos personas. En aquel momento, sin embargo, preferí no hacerle preguntas al respecto. Fui a la cocina, puse la cafetera en el fuego y cinco minutos después regresé al comedor con una taza de café humeante.
Por lo menos —le dije, echando en la taza tres terrones de azúcar—, no he olvidado que te gusta el café bastante dulce.
Nada menos cierto —replicó mi padre—, Siempre lo he preferido amargo, ¿También te has olvidado de eso?
Rechazó la taza que le ofrecía y volvió a hablarme de su fábrica de papel de fumar. Apuntó la posibilidad de venderla para montar otro negocio más acorde con los nuevos tiempos. Yo seguí sentado a su lado, tratando inútilmente de recoger en el aire de la habitación algún perfume que me resultase familiar. Mientras daban las cinco de la tarde en el reloj de pared sonó con insistencia el timbre de la puerta.
Esa es Matilde, la enfermera —anunció mi padre—. Seguro que te acuerdas de ella. Hace veinte años que viene cada día a esta casa.
Distinguí en el centro de la estancia la silueta de una mujer vestida de blanco que esparcía a su alrededor un fuerte olor a alcanfor.
Mi hijo ha vuelto —insistió mi padre, como si no hubiese oído a la enfermera—, y hoy, por fin, mi vida vuelve a tener sentido.
Comprendí en ese instante que aquel anciano no era mi padre y que, seguramente, me había equivocado de piso. Me dije que tal vez en aquel inmueble vivían otros padres miopes que, desde hacía años, aguardaban también el regreso de otros hijos miopes.
Supe luego que mi verdadero padre, que vivía precisamente en el piso de abajo, había fallecido tres años antes susurrando mi nombre. No quise, sin embargo, renunciar al padre que me brindaba el destino y continué en mi nuevo hogar pese a la sorda oposición de la enfermera. Aquella mujer, por suerte, falleció hace un par de meses, antes de que pudiese convencer a su paciente de que yo no era el hijo que había estado esperando durante tantos años.

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