sábado, 10 de agosto de 2013

Ventajas del queso como compañero de viaje


Vamos con una de humor inglés. Jerome K. Jerome, en este pasaje de Tres hombres en una barca, es capaz de alargar y alargar una mínima anécdota...

En cierta ocasión un buen amigo mío adquirió un par de quesos en Liverpool; magníficos quesos, estaban aquello que se llama a punto y eran verdaderamente apetitosos. Su olor poseía la fuerza de doscientos caballos; podía garantizarse una expansión a más de tres kilómetros a la redonda y asegurar que derribaría a un hombre a más de doscientos metros de distancia. Como entonces me encontraba en Liverpool, mi amigo me pidió le hiciera el favor de llevarlos a Londres, pues no pensaba marchar antes de un par de días, en cuya fecha los quesos se habrían echado a perder.
Si, hombre, encantado– le dije sin saber lo que hacía.
Fui al hotel a recogerlos y subí a un coche, un destartalado carricoche, arrastrado por un pobre animal asmático y sonámbulo, además de patizambo, a quién su propietario en un momento de delirio bautizó con el pomposo título de caballo. Dejé los quesos en la imperial y emprendimos la marcha con un suave ritmo que no excedía la marcha media de los coches. Íbamos con la misma alegría de una campanas redoblando a muerto cuando al volver una esquina, el viento llevó al olfato del animal una bocanada de “aire de queso”; inmediatamente se despabiló, murmuró algo entre dientes y arrancó furioso a tres kilómetros por minuto. El viento continuaba llevándole los mismos efluvios, y antes de llegar al extremo de la calle corríamos a una velocidad escalofriante. Fue necesario utilizar los servicios de dos forzudos mozos, sin contar al cochero, para que se detuviera en la estación, aunque he de confesar que no creo que eso hubiese sido posible si uno de ellos no hubiese tenido la suficiente presencia de espíritu de taparle la nariz con el pañuelo, quemando un trozo de papel de embalaje a continuación.
Saqué el billete y entré en el apeadero con mi gran paquete. La gente, con muestras del más vivo respeto, se apartaba cediéndome el paso. El tren estaba lleno hasta los topes y no tuve más remedio que subir a un departamento donde había siete personas. Un anciano, de ásperos modales, hizo algunas objeciones, pero, quieras o no, subí, colocando mis quesos en el portaequipajes. Al cabo de unos segundos creí dar muestras de buena educación haciendo una observación banal, y dije:
¡Que día más caluroso!
Nadie se tomó la molestia de contestarme. Hubo una pausa que duró bastante rato hasta que de pronto el anciano murmuró:
¡Que olor más fuerte!
Sí, desagradable... ¡asfixiante! –exclamó mi vecino.
Ambos comenzaron a respirar con fuerza; a la tercera aspiración de aire se sintieron mareados, y sin decir una sola palabra salieron del departamento. Una señora de formas demasiado rotundas, se levantó exclamando:
¡Parece mentira...! Molestar de esta manera a una mujer honrada... –y cogiendo un maletín y ocho paquetes también se marchó.
Los restantes cuatro viajeros permanecieron inmóviles hasta la próxima estación, donde subió un hombre de solemne aspecto, que parecía pertenecer al honrado gremio de enterradores, quien se sentó en un rincón murmurando:
Hum... se diría que por aquí hay un niño muerto...
Y los pasajeros se precipitaron, en vergonzosa huida hacia a la puerta, empujándose para salir antes.
Tendremos el vagón para nosotros solos –dije amablemente, y el desconocido respondió riendo alegremente:
¡Hay gente que se preocupa por tonterías...!
Sin embargo, durante el trayecto fue cambiando de expresión, parecía como si lentamente le agobiasen tristes pensamientos. Al llegar a Crewe creí conveniente invitarle a beber. Nos dirigimos a la fonda de la estación, donde estuvimos golpeando el mostrador con los paraguas y dando palmadas más de un cuarto de hora, hasta que una mozuela hizo su aparición, inquiriendo si “por casualidad” queríamos algo.
¿Qué va a tomar? –pregunté a mi acompañante.
Media botella de coñac, señorita –repuso este sin tan siquiera mirarme y apenas hubo dado fin a su copa desapareció encaminándose a otro vagón. He de confesar que su proceder me pareció bastante grosero.
A pesar de que el tren iba atestado, a partir de Crewe permanecí en la más absoluta de las soledades; en cada estación que se detenía, los viajeros viendo mi compartimiento vacío, exclamaban alborozados:
¡María, sube aquí...!
Venid... hay sitio...
Tom, nosotros subimos en este.
Y corrían, arrastrando sus equipajes peleándose delante de la portezuela para subir primero. Alguno lograba abrirla, subía, y caía de espaldas en brazos de los demás, que a su vez se asomaban, percibían el olor y, retrocediendo, medio asfixiados, corrían a amontonarse en los otros coches, aunque fuese pagando suplemento de primera clase.
Al llegar a la capital, me apresuré a llevar los quesos a la familia de mi amigo, y cuando hice mi aparición en la salita donde su esposa me aguardaba, ésta exclamó intempestivamente:
¿Qué ha ocurrido?... Por favor, dígame que ha pasado. ¡No me oculte nada!
No ha ocurrido nada, querida señora, sólo son unos quesos que Tom compró el Liverpool y me pidió que se los trajera... Hágase cargo que por parte mía no existe la menor culpabilidad...
Estoy convencida de ello; de todas maneras ya hablaré con mi marido sobre esto.

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