sábado, 7 de septiembre de 2013

Una víctima de ciento siete enfermedades graves

Jerome K. Jerome, Tres hombres en una barca

Es fantástico, pero jamás he podido leer el prospecto de un medicamento sin llegar a la conclusión de que sufro la enfermedad allí descrita bajo su forma más virulenta. El diagnóstico siempre corresponde a las sensaciones que en algún momento he experimentado.
En cierta ocasión fui a la biblioteca del British Museum para enterarme del tratamiento a seguir con respecto a cierta indisposición que me causaba ligeras molestias. Cogí el Diccionario de Medicina, enterándome de cuanto me interesaba, y luego, irreflexivamente, hojeé varias páginas y me puse a estudiar indolentemente las enfermedades en general.
No recuerdo cual fue la primera dolencia con que tropecé, sólo sé que era una terrible y devastadora epidemia, y antes de haber terminado con sus síntomas llegó a mi mente la terrible certeza de que los tenía todos. Durante unos minutos me quedé helado por el estupor, y llevado por la desesperación volví a hojear el Diccionario. Llegué hasta la fiebre tifoidea, leí sus características, descubriendo que estaba con fiebre tifoidea; la padecía desde hace meses. Me pregunté qué otra cosa más podía padecer y abrí el capítulo dedicado al baile de San Vito, y, tal como esperaba, también sufría de esas tremendas convulsiones. Entonces mi caso, que ya bordeaba los límites de lo patológico, comenzó a interesarme, y, decidido a llegar hasta el final, recorrí el volumen por orden alfabético. Lo primero que encontré fue la acidosis, enterándome de que estaba en los principios de la enfermedad, cuyo periodo de más agudo tendría lugar dentro de unos quince días; con enorme alivio supe que padecía la enfermedad de Bright en su forma más moderada y que, por lo tanto, aún me quedaban algunos años de vida. Tenía el cólera, con gravísimas complicaciones, y por lo que se refería a la difteria se podría decir que nací con ella.
Concienzudamente repasé las veintiséis letras del alfabeto, y la única enfermedad que, según el Diccionario, no padecía, era la “rodilla de fregona”. Debo confesar que en un primer momento esto me molestó, me hizo el efecto de una especie de menosprecio, ¿por qué motivo no sufría esa enfermedad? ¿a santo de qué esta odiosa salvedad? Sin embargo, al cabo de unos minutos, sentimientos menos egoístas brotaron de mi corazón, y reflexioné sobre mi caso: padecía absolutamente todas las enfermedades conocidas menos una. ¿Acaso esto podía tacharse de menosprecio? Sí, honradamente podía prescindir de la “rodilla de fregona”. La gota en su fase más aguda habíase apoderado de mis articulaciones, sin haberme enterado de ello y, por lo visto padecía de zoonosis desde mi más tierna infancia, y como no aparecían más enfermedades después de la zoonosis, me convencí de que ya no padecía de ninguna otra.
Entonces me sumí en ondas reflexiones. ¡Qué excelente adquisición iba a resultar para la Academia de Medicina! No sería necesario que los estudiantes acudieran a los hospitales. Teniéndome a mí, ¡un compendio de todos los males!, se ahorraban perder tiempo en visitas y conferencias; sólo haría falta que me estudiasen detenidamente, y luego podrían doctorarse con todos los honores.
Me pregunté cuánto tiempo me quedaba de vida, intenté examinarme y me tomé el pulso; en un primer momento no lo encontré; luego, bruscamente, se disparó, saqué el reloj para cronometrar sus pulsaciones y obtuve como resultado la bonita cifra de 147 por minuto. Después quise auscultarme el corazón; no pude oír el más mínimo latido, ¡no estaba en su sitio! (Claro está que, a pesar de todo, mi víscera cardíaca nunca debe haber salido de mi pecho; mas en aquellos instantes no podía asegurarlo, y su posible paradero me preocupó bastante). Me propiné una serie de palmadas en la parte delantera de mi “edificio”, desde lo que llamo cintura hasta la cabeza, dando la vuelta hacia cada costado y la espalda, pero no oí ni sentí nada. Quise mirarme el estado de mi lengua, la saqué cuanto pude, cerrando un ojo e intentando examinarla con el otro: sólo conseguí divisar la punta –¡y esto a riego de quedarme bizco!– cuyo extraño color me llevó al firme convencimiento de que tenía escarlatina.
Había entrado en la biblioteca lleno de vigor, contento, optimista, pero a la salida estaba convertido en una ruina ambulante, con un pie en la tumba. Sin perder tiempo me dirigí a casa de mi médico, un viejo amigo que cuando creo estar enfermo me toma el pulso, me hace sacar la lengua y se pone a hablar sobre el tiempo. Por mi mente cruzaban agridulces pensamientos –las perspectivas de un viaje al más allá no suelen ser muy alegres– que iban ensombreciendo mi espíritu; el único rayo luminoso en esa profunda oscuridad era pensar en el favor que iba a hacer a mi amigo. Lo que un médico necesita –me dije a mí mismo– es mucha práctica, y teniéndome a mí... ¡ni que atendiese a mil setecientos cincuenta pacientes con sólo una o dos enfermedades!
Al llegar a su casa apenas tenia alientos para subir las escaleras; oprimí el timbre con las escasa fuerzas que me quedaban, y, casi arrastrándome, pude llegar hasta su despacho.
Bien, muchacho –exclamó alegremente mi amigo–. ¿Qué es lo que te trae por aquí?
No pienso hacerte perder tiempo, chico –respondí con trémolos en la voz–, diciéndote lo que me ocurre... La vida es muy corta y podrías morir antes de que terminara de hablar... Sin embargo, voy a decirte lo que no me pasa: ¡no padezco de la “rodilla de fregona”!... No puedo decirte a qué se debe esta anomalía; no obstante es evidente que no sufro esa dolencia. En cambio... en cambio: ¡estoy atacado de todas las enfermedades! –Y le expliqué seguidamente como había llegado a tan lamentable descubrimiento.
Me hizo desvestir, me tomó el pulso golpeándome el pecho cuando menos lo esperaba –a esto le llamo una perfecta cobardía–, después restregó su cabezota contra mi espalda. En cuanto hubo terminado estas operaciones se sentó a escribir una receta, que me entregó doblada. La guardé en el bolsillo y me marché; no sentí curiosidad de abrirla; me limité a llevarla a la farmacia más próxima donde el farmacéutico la leyó, devolviéndomela inmediatamente.
¿No es usted farmacéutico? –pregunté molesto.
Si, lo soy –repuso gravemente–. Si tuviese una tienda de ultramarinos y una pensión familiar podría servirle; mas siendo sólo licenciado en farmacia, no veo la manera de atenderle.
Sus palabras me intrigaron sumamente, y desdoblé la receta. A mi amigo no se le había ocurrido más que esto:
Una libra de bistec con un jarro de cerveza cada seis horas.
Un paseo de diez millas cada mañana.
Acostarse a la once de la noche
Y no llenarse la cabeza con cosas que no se entienden”.
Me apresuré a seguir los consejos de mi médico con el feliz resultado –desde luego hablo por mí particularmente– de que salvé mi vida y aún estoy bueno y sano.

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